¿Es posible acabar con la impunidad de los crímenes de guerra contra el patrimonio?
Image: REUTERS/Omar Sanadiki
En una decisión unánime por parte de sus jueces, la Corte Penal Internacional condenó a finales del mes pasado a Ahmad al-Faqi al-Mahdi, miembro del grupo tuareg islamista Ansar Dine, a nueve años de prisión por su papel como instigador y ejecutor en 2012 de la destrucción de edificios históricos en Tombuctú.
Los monumentos atacados datan de la época en la que esta ciudad maliense era un centro del sufismo, considerado blasfemo por la ortodoxia islámica. Tras el acto físico de su destrucción había un trasfondo religioso, una intención de purga y de combate frente al hereje similar a la que sufren distintas comunidades que profesan credos diferentes al de la rama mayoritaria del islam. En aquella ocasión, sin embargo, lo que corrió fue el polvo centenario de la piedra quebrada y no la sangre de personas inocentes.
La noticia fue recibida como un hito del creciente alcance del tribunal y también de su flexibilidad conceptual para juzgar delitos distintos de aquéllos sobre los que ha dictado sentencia hasta ahora. Al considerar la destrucción sistemática de bienes culturales como un crimen de guerra, la Corte llevó a su realización más práctica y visible la legislación internacional en la materia promovida por la Unesco, cuya piedra angular es la Convención para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado.
No es casualidad que este veredicto sin precedentes tuviera lugar a causa de unos actos perpetrados en Malí, ya que el país es un laboratorio pionero en materia de preservación internacional de su legado histórico. La resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que autorizó la misión de mantenimiento de la paz en Malí (MINUSMA) incluye por primera vez una cláusula específicamente destinada a la protección del patrimonio.
A la pretensión de ejemplaridad de la sentencia del tribunal contribuye sin duda el que el condenado fuera considerado por los suyos un erudito religioso, que mostrara público arrepentimiento y que dijera que fueron malévolas fuerzas extremistas, como su propio grupo Ansar Dine y la sucursal de Al Qaeda en el norte de África y el Magreb, las que le llevaron a cometer ese crimen de guerra contra el patrimonio cultural del país.
Sin embargo, el efecto disuasorio del veredicto es dudoso en la medida en que el vasto norte de Malí sigue siendo una encrucijada de grupos islamistas y étnicos cuyos objetivos en muchas ocasiones se solapan y que constituyen un desafío inasequible para el Estado. No obstante, sí ha servido para convertir a Tombuctú en un símbolo internacional de la lucha contra la destrucción de los bienes culturales.
Si bien estos símbolos pueden resultar de gran ayuda, en realidad no pasan de ser gotas de agua en el océano de los masivos destrozos que las guerras contemporáneas, de marcado carácter religioso, están infligiendo sobre monumentos atribuidos a credos tenidos por blasfemos. Tombuctú es un pequeño y bien conocido reducto en el que la legislación internacional se ha apuntado un tanto, pero la escala de la destrucción premeditada del patrimonio empequeñece cualquier símbolo y da idea de lo lejos que están Naciones Unidas u otros organismos internacionales de poder detener la destrucción y llevar a los responsables ante la justicia. En ese sentido, Ahmad al-Faqi al-Mahdi, más allá de la gravedad de su crimen, es poco más que un chivo expiatorio.
La Corte Penal Internacional carece actualmente de los recursos para investigar a las grandes maquinarias bélicas de la destrucción cultural, como la de los talibanes de Afganistán, responsables de dinamitar las milenarias –y, en su opinión, heréticas– esculturas de Buda de Bamian en 2001 (antes de la apertura del tribunal, por lo que ni siquiera tiene la potestad de encargarse de este caso). Aquél fue un crimen muy conocido por su escala, pero se habla menos de la absoluta impunidad de la que gozan sus responsables, y que muy probablemente seguirá siendo la tónica general.
El tribunal no tiene la capacidad y quizá tampoco los necesarios incentivos para llevar a la justicia a los perpetradores de los crímenes de guerra contra el patrimonio llevados a cabo por los talibanes u otros grupos poderosos. Lo que cabe esperar, según los expertos, es que la muy publicitada victoria que supone el veredicto contra Ahmad al-Faqi al-Mahdi produzca un cierto triunfalismo, la sensación de que se ha enviado un mensaje de beligerancia contra quienes ataquen el patrimonio. Una vez logrado ese efecto, lo normal es que el tribunal dé su misión patrimonial por cumplida y deje de centrarse por un largo tiempo en este tipo de crímenes.
Cuanto más grande es el enemigo, mayor la dificultad para llevar ante la justicia a quienes perpetran crímenes de guerra culturales, incluidos los que han ocurrido hace poco y posiblemente seguirán acaeciendo como consecuencia del conflicto en Siria. Hace meses que salió a la luz la destrucción de valiosísimos recintos y monumentos en el país (y en la vecina Irak) a cargo del autodenominado Estado Islámico (también llamado Daesh). El objetivo de los ataques es tanto llevar a cabo su guerra santa de aniquilación cultural como vender los objetos en el mercado negro para obtener fondos.
Particularmente dañinos, por su valor histórico, son los daños ocasionados a las ruinas de Palmira, consideradas patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco. Torres, tumbas y arcos monumentales han quedado reducidos a polvo, mientras que otros espacios de ese conjunto histórico, que antes de la guerra recibía 150.000 visitas al año, han sido utilizados como teatro de ejecuciones.
Además de la destrucción y desacralización deliberada de Palmira y de santuarios considerados infieles por Daesh como parte de su propaganda de reconquista y eliminación de signos heréticos, la antigua ciudad de Aleppo, que también incluye recintos y monumentos considerados patrimonio de la humanidad, ha sido otro gran hito cultural sirio con el que se ha ensañado la guerra. Sus callejuelas, en las que se superponen el periodo romano, el cristiano primitivo y el medieval, son hoy un enjambre de la resistencia a Bachar al Asad y han sido por ello indiscriminadamente atacadas por las fuerzas leales al régimen.
Menos conocido es lo que ocurre en Yemen, donde el conflicto candente entre los rebeldes hutíes y las autoridades estatales, apoyadas por Arabia Saudí, está también dejando su marca indeleble en el valioso patrimonio artístico y cultural del país. Esto es especialmente grave si tenemos en cuenta que Yemen tenía la esperanza de hacer valer su legado histórico para atraer turismo y recomponer su tradicionalmente devastada economía.
La paz es una perspectiva aún distante y buena parte del patrimonio yemení no estará en pie cuando acabe el conflicto. En junio del año pasado los ataques aéreos de la coalición liderada por Riad contra los hutíes causaron daños irreparables en el distrito histórico de Saná, otro selecto miembro de la lista del patrimonio universal de la Unesco, en el que unas 6.000 casas centenarias quedaron reducidas a escombros. En el conjunto del país, los bombardeos de la coalición liderada por los saudíes han destruido más de 50 recintos de alto valor arqueológico.
Por su parte, grupos afiliados a Daesh lanzaron un ataque en noviembre de 2015 cerca de la ciudad yemení de Shibam, famosa por sus rascacielos de arcilla. El atentado, que en realidad iba dirigido contra un control militar cercano, acabó con la vida de 15 personas pero no causó destrozos en el conjunto histórico. No obstante, su cercanía a uno de los símbolos históricos más valiosos del país sirvió como aviso de que, en la medida en que el conflicto sigue y se bifurca en múltiples actores (el Estado Islámico ha tenido un papel secundario en el país hasta el año pasado), no se descarta que el patrimonio histórico siga siendo la diana de unos y de otros.
En un contexto en el que a las guerras les caracteriza la persecución de la herejía y sus símbolos culturales, el patrimonio histórico constituye una víctima predilecta, un botín intercambiable por dinero negro a la vez que una victoria sobre los símbolos culturales del enemigo. Si esa caza de todo lo herético se consolida como el cariz definitorio de los conflictos que asolan varios países de Oriente Medio y el norte de África, no deberá extrañarnos que la sentencia de Ahmad al-Faqi al-Mahdi, con todo lo merecida, necesaria y ejemplarizante que resulte, sea una mera anécdota. Se trataría, en definitiva, de la excepción que confirma la regla de que la destrucción bélica del patrimonio cultural queda siempre impune.
Pocos dudan de que los actuales conflictos bélicos están llevando a la persistente vulneración de las convenciones internacionales en materia de protección del patrimonio; otra cosa muy distinta es hacer pagar por ello a responsables mucho más poderosos que el chivo expiatorio maliense.
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