Construyendo la paz en Colombia
Los colombianos estamos muy cerca de poner fin al último y más largo conflicto armado del Hemisferio Occidental. Después de cuatro años de negociaciones con la guerrilla de las FARC, hoy podemos decir que hemos llegado a un punto de no retorno en nuestro propósito de terminar esta cruenta y costosa guerra de más de 50 años.
Todos mis antecesores en la Presidencia, a lo largo de las últimas cinco décadas, han tratado de hacer la paz con esta guerrilla –la más antigua y la más grande en América Latina–, y todos han fallado en el intento.
¿Por qué, en cambio, este proceso de paz ha sido exitoso? Porque ha sido un proceso bien planeado y cuidadosamente ejecutado que solo comenzó en firme cuando logramos ciertas condiciones.
Primero, cambiamos la correlación de fuerzas a favor del Estado colombiano. Segundo, les hicimos entender a los líderes de las FARC que lo más conveniente –para ellos y su grupo– era empezar una negociación seria, entre otras cosas porque nunca cumplirían sus objetivos a través de la violencia y la guerra de guerrillas.
Adicionalmente, dimos un giro radical en nuestra política exterior, mejorando las relaciones con nuestros vecinos y el resto de la región, lo que facilitó el apoyo a nuestra iniciativa y, por consiguiente, el inicio del proceso de paz.
Fue entonces cuando, hace algo más de cuatro años, comenzamos una fase secreta de conversaciones con el fin de establecer una agenda de negociación limitada y concreta, y procedimientos claros para avanzar en ella. Por primera vez las FARC aceptaban este tipo de condiciones, cuya ausencia fue el mayor obstáculo en las negociaciones previas.
El resultado de esta fase secreta fue una agenda acotada de cinco puntos: desarrollo rural, participación política, narcotráfico, víctimas y justicia transicional y, por último, el fin del conflicto, que incluye la desmovilización, el desarme y la reintegración (comúnmente conocido como DDR). Suscribimos este acuerdo marco en Oslo, en octubre de 2012, y luego comenzamos una fase pública de negociaciones en Cuba –país que junto a Noruega actúa como garante, mientras que Venezuela y Chile son acompañantes del proceso–. Más adelante, los Estados Unidos, Alemania y la Unión Europea designaron enviados especiales para acompañar las conversaciones de paz.
Desde el comienzo una regla básica de la negociación ha sido que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. A la fecha hemos negociado todos los puntos de la agenda excepto el DDR.
Para prevenir errores del pasado, estudiamos por qué fallaron las anteriores negociaciones de paz en Colombia, así como las lecciones de otros procesos alrededor del mundo. Así mismo seleccionamos a un grupo de asesores internacionales con experiencia práctica –y no solo teórica– en acuerdos de paz, para que nos ayudaran a navegar por las turbulentas aguas del proceso. Hoy puedo decir que construir la paz es muchísimo más difícil que hacer la guerra, y lo sé porque he trabajado extensamente en los dos frentes, primero como Ministro de Defensa y ahora como Presidente de la República.
Son varios los precedentes que hemos sentado con este proceso de paz. Las víctimas –más de 7,5 millones de colombianos– están en el centro de la solución de este conflicto, y por eso hemos diseñado un sistema integral para garantizar sus derechos. Además, acordamos crear una jurisdicción especial para la paz y un tribunal para garantizar que los responsables de crímenes de guerra sean investigados, juzgados y sancionados, en concordancia con el Estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional. Esta es la primera vez que un movimiento guerrillero acepta desarmarse y ser sujeto de justicia transicional.
La paz en Colombia traerá beneficios reales a un mundo inundado de conflictos armados, que añora conocer una historia de éxito. Somos el país que ha pagado el más alto precio en la guerra contra las drogas –una guerra que, como está demostrado, ha sido imposible de ganar– y, a pesar de los esfuerzos, seguimos siendo el principal exportador de cocaína. Esto se debe principalmente a las guerrillas que siguen protegiendo su mayor fuente de ingresos.
La paz cambiará esto. Las FARC han aceptado cooperar con el Estado en la sustitución de cultivos ilícitos. Sin la amenaza de la guerrilla, nuestros valientes soldados, policías y los erradicadores civiles podrán continuar su trabajo sin el riesgo de los francotiradores o las minas antipersonal.
En materia de medio ambiente, la cantidad de petróleo derramado a nuestros ríos y mares –por culpa de atentados terroristas a los oleoductos– se calcula en más de cuatro millones de barriles a lo largo de la última década. Eso equivale a 14 veces lo derramado por el desastre de Exxon Valdez. Más aún, en un país que tiene la más alta biodiversidad por kilómetro cuadrado del mundo, cerca de 4,4 millones de hectáreas de selva han sido destruidas por la guerra. Todo esto puede ser frenado –y, ojalá, reversado– una vez se termine el conflicto armado.
Los colombianos hemos tenido la fortuna de contar con el apoyo de la región y del mundo. Hoy no hay un solo país que no respalde nuestro proceso de paz. Prueba de ello fue la resolución que aprobó unánimemente el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, autorizando la creación de una misión internacional para la verificación y monitoreo del DDR.
A pesar de los críticos, la mayoría de ellos internos, que se oponen al proceso por razones meramente políticas, confío en que pondremos este conflicto en el lugar que le corresponde: en los libros de historia. Redefinir nuestra realidad es una obligación con las futuras generaciones. Cuando alcancemos un acuerdo, cuando dejemos de matarnos después de medio siglo de guerra, nos quitaremos de encima esa pesada carga que ha frenado nuestro progreso y tendremos, por fin, la oportunidad de escribir un nuevo capítulo de prosperidad y modernidad para Colombia.
Con la colaboración de Project Syndicate.
Autor: Juan Manuel Santos es presidente de Colombia.
Imagen: REUTERS
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