Sin un céntimo en Atenas y en Bruselas
La catástrofe griega acapara la atención mundial por dos razones. En primer lugar, estamos profundamente afligidos al ver el desplome de una economía ante nuestros ojos, con colas de indigentes para recibir comida y en los bancos que no se habían visto desde la Gran Depresión. En segundo lugar, nos sentimos consternados ante la incapacidad de innumerables dirigentes e instituciones –políticos nacionales, la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo– para impedir el accidente de un tren que avanzaba despacio y que se veía venir durante muchos años.
Si continúa esa mala gestión, no sólo Grecia, sino también la unidad europea quedará fatalmente socavada. Para salvar tanto a Grecia como a Europa, el nuevo plan de rescate debe comprender dos aspectos importantes y aún no acordados.
En primer lugar, se deben reabrir los bancos griegos sin demora. La decisión adoptada en la semana pasada por el BCE de retirar el crédito al sistema bancario de este país y con ello cerrar los bancos fue a un tiempo inepta y catastrófica. Esa decisión, forzada por la muy politizada Junta Ejecutiva del BCE, será estudiada –y despreciada– por los historiadores en años futuros. Al cerrar los bancos griegos, el BCE cerró en realidad toda la economía (al fin y al cabo, ninguna economía puede subsistir por encima del nivel de subsistencia sin un sistema de pagos). El BCE debe revocar su decisión inmediatamente, porque, de lo contrario, los propios bancos resultarían muy pronto insalvables.
En segundo lugar, un profundo alivio de la deuda debe formar parte del acuerdo. La negativa del resto de Europa y, en particular de Alemania, a reconocer la enorme deuda pendiente de Grecia ha sido la mayor mentira de esta crisis. Todo el mundo sabía la verdad –la de que Grecia nunca podrá saldar enteramente sus obligaciones actuales en materia de la deuda–, pero ninguno de los interesados lo decía. Los funcionarios griegos han intentado repetidas veces hablar de la necesidad de reestructurar la deuda recortando drásticamente los tipos de interés, prorrogando los vencimientos y tal vez reduciendo también el valor nominal de la deuda. Sin embargo, todos los intentos por parte de Grecia de plantear siquiera esa cuestión fueron brutalmente rechazados por sus interlocutores.
Naturalmente, en cuanto las negociaciones se interrumpieron hace dos semanas, se empezó a expresar la verdad sobre la deuda griega. El FMI fue el primero en romper el silencio y reconocer que había estado instando a que se reconociera un alivio de la deuda, pero en vano. Después los Estados Unidos hicieron saber que el Presidente Barack Obama y el Secretario del Tesoro, Jack Lew, habían estado intentando convencer a la Canciller de Alemania, Angela Merkel, y al ministro de Hacienda, Wolfgang Schäuble, para que ofrecieran un alivio de la deuda a Grecia, también sin éxito.
Después el propio Schäuble, el más firme oponente, con mucha diferencia, del alivio de la deuda, reconoció que Grecia lo necesitaba, pero también afirmó que violaría las disposiciones del Tratado de la Unión Europea que prohíben los rescates de países. Tras el notable reconocimiento de Schäuble (hecho en público sólo después de que se hubiera producido la más completa catástrofe), la propia Merkel opinó que tal vez ciertas clases de alivio (como, por ejemplo, reducciones de los tipos de interés, en lugar del valor nominal de la deuda) podrían dar resultado en consonancia con las normas de la UE.
El hecho de que no se reconociera la deuda pendiente de Grecia hasta después de que se hubieran interrumpido las negociaciones revela los profundos fallos sistémicos que han llevado a Grecia y a Europa a esta situación. Vemos un sistema europeo de gestión de la crisis plagado de ineptitud, politización extrema, estrategias engañosas y falta de profesionalidad. Desde luego, no pretendo excusar el clientelismo, la corrupción y la mala gestión griegos como causas en última instancia del aprieto del país. Sin embargo, el fallo de las instituciones europeas es más alarmante. A no ser que la UE pueda ahora salvar a Grecia, no podrá salvarse a sí misma.
La UE funciona actualmente en cierto modo como los EE.UU. conforme a los Artículos de la Confederación, que definieron la ineficaz estructura gubernamental después de la independencia de Gran Bretaña en 1781, pero antes de la aprobación de la Constitución en 1787. Como los recién independizados EE.UU., hoy la UE carece de un ejecutivo eficaz y con poder para afrontar la crisis económica actual. En lugar de una dirección ejecutiva sólida, atemperada por un fuerte parlamento democrático, unos comités de políticos nacionales dirigen el cotarro en Europa y en la práctica dejan de lado (a menudo con el mayor descaro) a la Comisión Europea. Precisamente porque los políticos nacionales se ocupan de la política nacional, en lugar de los intereses más amplios de Europa, fue por lo que no se expresó la verdad sobre la deuda de Grecia durante tanto tiempo.
El Eurogrupo, que comprende los diecinueve ministros de Hacienda de la zona del euro, encarna esa dinámica destructiva, al reunirse al cabo de unas semanas (o incluso más frecuentemente) para gestionar la crisis de Europa basándose en los prejuicios políticos nacionales en lugar de en un planteamiento racional para la resolución de problemas. Alemania suele dirigir el cotarro, naturalmente, pero la política nacional discordante de muchos Estados miembros ha contribuido a un desastre tras otro. Al fin y al cabo, fue el Eurogrupo el que “resolvió” la crisis financiera de Chipre mediante la confiscación parcial de los depósitos bancarios, con lo que socavó la confianza en los bancos de Europa y preparó el terreno para el pánico bancario de Grecia dos años después.
En medio de toda esa disfunción, una institución internacional se ha mantenido en cierto modo por encima de la contienda política: el FMI. Su análisis ha sido con diferencia el más profesional y menos politizado. Aun así, incluso el FMI se dejó llevar hace muchos años por los europeos, en particular los alemanes, en detrimento de la resolución de la crisis griega. En otro tiempo, los EE.UU. podrían haber promovido cambios normativos basados en el análisis técnico del FMI. Sin embargo, ahora los EE.UU., el FMI y la Comisión Europea han contemplado desde la barrera cómo el de Alemania y otros gobiernos nacionales han hecho encallar a Grecia.
La extraña estructura de Europa para la adopción de decisiones ha permitido que la política interior alemana prevaleciera sobre otras consideraciones, lo que ha entrañado menos interés en una resolución sincera de la crisis que en evitar la apariencia de ser indulgentes con Grecia. Los dirigentes de Alemania podían temer con razón que la factura de los rescates europeos recayera sobre su país, pero el resultado ha sido el sacrificio de Grecia en el altar de una idea abstracta e inviable: “nada de rescates”. A no ser que se logre alguna avenencia racional, la insistencia en ese planteamiento solo conducirá a otras suspensiones de pagos en masa e incluso más onerosas.
Ahora ya se ha acabado de verdad la partida. Los bancos de Grecia han cerrado y se ha reconocido que su deuda es insostenible y, sin embargo, el futuro tanto de los bancos como de la deuda sigue siendo incierto. Las decisiones adoptadas por Europa en los próximos días determinarán la suerte de Grecia; intencionadamente o no, determinarán también la suerte de la UE.
Con la colaboración de Project Syndicate
Autor: Jeffrey D. Sachs, es profesor y director del Earth Institute en la Universidad de Columbia.
REUTERS/ Christian Hartmann
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