Grecia: un discurso de esperanza
El 6 de septiembre de 1946, el Secretario de Estado de los Estados Unidos James F. Byrnes viajó a Stuttgart para pronunciar su histórico “Discurso de la Esperanza.”, que señaló el cambio de ánimo de los Estados Unidos para con Alemania después de la guerra y dio a una nación hundida una posibilidad de imaginar la recuperación, el crecimiento y un regreso a la normalidad. Siete decenios después, es mi país, Grecia, el que necesita semejante oportunidad.
Hasta el “Discurso de la Esperanza” de Byrnes, los Aliados estaban decididos a convertir “a Alemania en un país de carácter primordialmente agrícola y pastoral”. Ésa era la intención expresa del Plan Morgenthau, concebido por el Secretario del Tesoro de los EE.UU. Henry Monrgenthau Jr. y firmado por los Estados Unidos y Gran Bretaña dos años antes, en septiembre de 1944.
De hecho, cuando los EE.UU., la Unión Soviética y el Reino Unido firmaron el Acuerdo de Potsdam en agosto de 1945, convinieron en la “reducción o destrucción de de toda la industria pesada civil con potencial bélico” y en la “reestructuración de la economía alemana para dedicarla a la agricultura y la industria ligera”. En 1946, los Aliados habían reducido la producción de acero de Alemania al 75 por ciento de su nivel anterior a la guerra. La producción automovilística se desplomó hasta el 10 por ciento de la anterior a la guerra. Al final de aquel decenio, se habían destruido 706 instalaciones industriales.
El discurso de Byrnes señaló al pueblo alemán una inversión de ese impulso punitivo de desindustrialización. Naturalmente, Alemania debe su recuperación y su riqueza de la posguerra a su población, su trabajo y su innovación denodados y su devoción a una Europa democrática y unida, pero los alemanes no habrían podido organizar su magnífico renacimiento posterior a la guerra sin el apoyo que significó el “Discurso de la Esperanza”.
Antes del discurso de Byrnes y durante algún tiempo posterior, los aliados de los Estados Unidos no veían con buenos ojos que los derrotados alemanes recuperaran la esperanza, pero, una vez que el gobierno del Presidente Harry Truman decidió rehabilitar a Alemania, no había vuelta atrás. Su renacimiento estaba en marcha, facilitado por el Plan Marshall, la condonación de la deuda de 1953 patrocinada por los EE.UU., y por la llegada de trabajadores emigrantes de Italia, Yugoslavia y Grecia.
Europa no habría podido unirse en paz y con democracia sin ese cambio copernicano. Alguien tenía que dejar de lado las objeciones moralistas y contemplar desapasionadamente a un país encerrado en un conjunto de circunstancias que lo único que podían hacer era reproducir la discordia y la fragmentación por todo el continente. Los EE.UU., tras haber surgido después de la guerra como único país acreedor, así lo hicieron precisamente.
Actualmente, es mi país el que está encerrado en semejantes circunstancias y necesitado de esperanza. No faltan las objeciones moralistas a la ayuda a Grecia, que deniegan a su población una oportunidad para su propio renacimiento. Se pide una mayor austeridad a una economía que está de rodillas por la dosis más tremenda de austeridad que país alguno haya soportado jamás en época de paz, sin que se le ofreciera alivio alguno de la deuda ni plan alguno para impulsar la inversión y, desde luego, al menos de momento, “Discurso de la Esperanza” alguno para este pueblo hundido.
Un rasgo de las sociedades antiguas, como las de Alemania y Grecia, es el de que las tribulaciones contemporáneas reavivan temores antiguos y fomentan una nueva discordia. Así, pues, debemos tener cuidado. A los adolescentes nunca se les debería decir que, por un “pecado de prodigalidad”, merecen recibir instrucción en escuelas depauperadas y verse abrumados por un desempleo en masa, ya se trate de Alemania en el decenio de 1940 o de la Grecia actual.
Mientras escribo estas líneas, el Gobierno de Grecia va a presentar a la Unión Europea un conjunto de propuestas de reformas profundas y gestión de la deuda y un plan de inversión para hacer arrancar la economía. En realidad, Grecia está lista y dispuesta para concertar un pacto con Europa que elimine las deformaciones a las que se debió que fuese la primera ficha de dominó que cayó en 2010.
Pero, para que Grecia aplique esas reformas con éxito, sus ciudadanos necesitan un ingrediente del que carecen: la esperanza. Un “discurso de la esperanza” para Grecia cambiaría la situación ahora, no sólo para nosotros, sino también para nuestros acreedores, pues nuestro renacimiento acabaría con el riesgo de suspensión de pagos.
¿Qué debería figurar en semejante declaración? Así como el discurso de Byrnes fue corto en detalles, pero largo en simbolismo, un “discurso de la esperanza” para Grecia no ha de ser técnico. Debe señalar simplemente un cambio, un corte con los cinco últimos años de acumulación de nuevos préstamos sobre la ya insostenible deuda, con la condición de soportar más dosis de austeridad punitiva.
¿Quién debería pronunciarlo? En mi opinión, debería ser la Canciller de Alemania, Angela Merkel, y dirigirse a un auditorio en Atenas o Salónica o cualquier otra ciudad griega elegida. Podría aprovechar esa oportunidad para sugerir un nuevo planteamiento de la integración europea, que comience con el país que más ha sufrido, víctima tanto de la concepción defectuosa de la zona del euro como de los fallos de su propia sociedad.
La esperanza fue una fuerza para el bien en la Europa de la posguerra y ahora puede serlo para una transformación positiva. Un discurso de una dirigente de Alemania en una ciudad griega podría ser un gran paso para hacerla realidad.
Con la colaboración de Project Syndicate
Autor: Yanis Varoufakis es ministro de finanzas de Grecia.
REUTERS/ Alkis Konstantinidis
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