Obesidad: una amenaza mundial
En 2010, la Humanidad alcanzó un importante hito. Según el Estudio de la carga de morbilidad mundial, publicado en la revista médica británica The Lancet, la obesidad llegó a ser un problema de salud pública mayor que el hambre.
Actualmente, según la última edición de dicho estudio, más de 2.100 millones de personas –casi el 30 por cienito de la población mundial– tienen sobrepeso o son obesos, lo que representa dos veces y media el número de adultos y niños que están malnutridos. La obesidad es la causante del cinco por ciento, aproximadamente, de las muertes a escala mundial.
Esa crisis no es sólo un apremiante motivo de preocupación en materia de salud, sino también una amenaza para la economía mundial. Las repercusiones económicas totales de la obesidad ascienden a unos dos billones de dólares al año, es decir, el 2,8 por ciento del PIB mundial: el equivalente, más o menos, de los daños causados por el tabaco o la violencia armada, la guerra y el terrorismo, según una nueva investigación del Instituto Mundial McKinsey (MGI, por sus siglas en inglés).
Y es probable que ese problema se agrave. Si continúa la tendencia actual, en 2030 casi la mitad de la población adulta del mundo tendrá sobrepeso o será obesa. Como ha observado la Directora General de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Margaret Chan, “ni un solo país ha logrado dar la vuelta a su epidemia de obesidad en todos los grupos de edad”. Según la OCDE, de 2000 a 2013 la prevalencia de la obesidad aumentó en al menos un 0,5 por ciento al año en 130 de los 196 países cuyos datos se recogieron.
Esa epidemia mundial no se limita a los países avanzados. A medida que las economías en ascenso salen de la pobreza, sus ciudadanos se van volviendo más gruesos. Más del 60 por ciento de las personas obesas del mundo vive en países en desarrollo, donde la rápida industrialización y urbanización está aumentando los ingresos y, por tanto, la ingesta de calorías. En la India y en China, la prevalencia de la obesidad en las ciudades es entre tres y cuatro veces mayor que en las zonas rurales.
De hecho, la documentación indica que los países en desarrollo son particularmente vulnerables a la epidemia. Las tasas de obesidad suelen dispararse en los países en los que los alimentos eran escasos y de repente se vuelven abundantes. A mediados del siglo XX, por ejemplo, con un auge de la minería de los fosfatos el Estado insular de Nauru, en la Micronesia, dejó de ser una tierra con escaseces de alimentos y hambrunas para ocupar el primer puesto mundial en cuanto a obesidad y diabetes del tupo 2. En 2005, según la OMS, el 94 por ciento de los hombres y el 93 por ciento de las mujeres de Nauru tenían sobrepeso y más del 70 por ciento de la población era obesa.
Para colmo de males, en los países con servicios de salud pública limitados, el costo de la atención de salud recae directamente en los hogares afectados. A consecuencia de ello, la obesidad puede encerrar a las personas en la pobreza y perpetuar la desigualdad.
Mediante un examen de 500 ensayos de intervención en todo el mundo, el MGI ha determinado 74 posibles intervenciones que se podrían utilizar para abordar la obesidad. Entre ellas, figuran las comidas escolares subvencionadas, una configuración urbana que estimule a caminar, un mejor etiquetado nutricional, limitaciones en la publicidad de los alimentos y las bebidas con gran contenido de calorías y medidas fiscales.
La instrucción en materia de riesgos de la obesidad es importante, como también lo es la responsabilización personal de la salud, la buena forma física y el peso, pero toda la documentación existente muestra que los conocimientos sobre la obesidad y la fuerza de voluntad no bastan para compensar el instinto evolutivo a comer excesivamente. Esos efectos resultan agravados por los estilos de vida que requieren poca o ninguna actividad física.
Las personas necesitan ayuda y eso significa cambiar las fuerzas ambientales que modelan sus decisiones: reduciendo, pongamos por caso, el tamaño de las porciones de comida habituales, modificando los usos en materia de mercadotecnia y concibiendo las ciudades y los establecimientos educativos de modo que resulte más fácil a las personas hacer ejercicio o estar activas.
El MGI pudo recoger datos suficientes en 44 de las 74 posibles intervenciones para llevar a cabo una evaluación inicial de sus repercusiones, en caso de que se generalizaran en el nivel nacional. Si el Reino Unido, por ejemplo, emprendiera las 44 intervenciones, podría contener las tasas de obesidad y ayudar al 20 por ciento, aproximadamente, de su población con sobrepeso y obeso a recuperar un peso saludable en un plazo de entre cinco y diez años.
A largo plazo, los ahorros resultantes de la reducción de los gastos en atención de salud y los beneficios de una mayor productividad podrían superar la inversión necesaria para llevar a cabo las intervenciones. En el Reino Unido, la corrección de las tendencias a la obesidad podría ahorrar al Servicio Nacional de Salud unos 1.200 millones de dólares al año.
En el caso de muchos países, para abordar la obesidad hará falta un empeño nacional, si no mundial. Sólo un conjunto coherente y sostenido de iniciativas, aplicadas en gran escala, será eficaz. Ninguna entidad –el Estado, los minoristas, las empresas productoras de bienes de consumo, los restaurantes, los empleadores, las organizaciones de medios de comunicación, los educadores, los prestadores de atención de salud o las personas– puede abordar la obesidad por sí sola.
Aun no tenemos todas las respuestas sobre la forma mejor de abordar la obesidad, pero el rápido aumento de las tasas de obesidad en todo el mundo constituye un importante argumento en pro de la experimentación con intervenciones, para ver qué es lo que da resultado. Actualmente, la inversión en investigaciones sobre la obesidad asciende a unos 4.000 millones de dólares al año, tan sólo el 0,2 por ciento de los costos sociales de la obesidad, según los cálculos. Podemos –y debemos– hacer más.
Con la colaboración de Project Syndicate.
Autor: Richard Dobbs es director del McKinsey Global Institute. Boyd Swinburn es director de Organización Mundial de la Salud.
REUTERS/Lucy Nicholson
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