El ‘hada de la confianza’ al centro del debate
En 2011, el economista y Premio Nobel Paul Krugman caracterizó el discurso conservador sobre los déficits presupuestarios en términos de “vigilantes de bonos” y el “hada de la confianza”. A menos que los gobiernos recortasen sus déficits, los vigilantes de bonos les apretarían los tornillos forzando un alza de las tasas de interés. Pero si efectivamente hacían un recorte, el hada de la confianza los recompensaría estimulando el gasto privado más de lo que los recortes lo deprimieran.
Krugman pensaba que el argumento del “vigilante de bonos” podría ser válido para algunos países, como Grecia, pero sostenía que el “hada de la confianza” no era menos imaginaria que la que recoge los dientes de los niños. Recortar un déficit en un período de recesión nunca puede generar una recuperación. La retórica política puede impedir que se adopte una buena política, pero no puede impedir que tenga éxito. Por sobre todas las cosas, no puede hacer que una mala política funcione.
Recientemente debatí este punto con Krugman en un evento del New York Review of Books. Mi argumento fue que las expectativas adversas pueden afectar los resultados de una política, no sólo las posibilidades de que se adopte. Por ejemplo, si la gente creyera que el endeudamiento del gobierno tiene que ver simplemente con una tributación diferida, entonces podría ahorrar más para poder pagar su próxima factura de impuestos.
Pensándolo bien, creo que estaba equivocado. El factor confianza afecta la toma de decisiones de un gobierno, pero no afecta los resultados de las decisiones. Excepto en casos extremos, la confianza no puede hacer que una mala política tenga buenos resultados, y la falta de confianza no puede hacer que una buena política tenga malos resultados, no más que saltar por una ventana, con la convicción errónea de que los seres humanos pueden volar, puede compensar el efecto de la gravedad.
La secuencia de acontecimientos en la Gran Recesión que comenzó en 2008 lo confirma. En un principio, los gobiernos la atacaron con todo lo que tenían a mano. Esto impidió que la Gran Recesión se convirtiera en la Gran Depresión II. Pero, antes de que la economía tocara fondo, se cortó el estímulo y la austeridad -liquidación acelerada de déficits presupuestarios, principalmente mediante recortes del gasto- se volvió la orden del día.
Una vez que las elites políticas exhaustas habían recuperado el aliento, empezaron a contar una historia destinada a impedir cualquier otro estímulo fiscal. Insistían en que la crisis había sido generada por el despilfarro fiscal, y por lo tanto sólo podía ser curada mediante la austeridad fiscal. Y ninguna austeridad a la antigua: era el gasto en los pobres, no en los ricos, lo que tenía que recortarse, porque ese gasto era la verdadera causa del problema.
Cualquier keynesiano sabe que recortar el déficit en una crisis es una mala política. Una recesión, después de todo, está definida por una deficiencia en el gasto total. Intentar remediarla gastando menos es como intentar curar a una persona enferma mediante una sangría.
De modo que era natural preguntarles a economistas/defensores de la sangría como Kenneth Rogoff y Alberto Alesina de Harvard cómo esperaban que su cura funcionara. Su respuesta era que la convicción de que funcionaría -el hada de la confianza- aseguraría su éxito.
Más precisamente, Alesina sostenía que si bien la sangría por sí sola empeoraría la salud del paciente, su impacto beneficial en las expectativas compensaría por mucho sus efectos debilitantes. Impulsado por la garantía de recuperación, el paciente a medio morir saltaría de la cama, comenzaría a correr, saltar y comer normalmente, y pronto habría recuperado su pleno vigor. La escuela de la sangría presentó alguna evidencia frágil para demostrar que esto había sucedido en unos pocos casos.
Los conservadores que querían cortar el gasto público por cuestiones ideológicas encontraron que la historia del vigilante de bonos/hada de la confianza se ajustaba perfectamente a su objetivo. Hablar claro sobre el derroche fiscal anterior hacía que un ataque del mercado de bonos a los gobiernos altamente endeudados pareciera más plausible (y más probable); el hada de la confianza prometía recompensar la austeridad fiscal haciendo que la economía fuera más productiva.
Con la ayuda de profesores como Alesina, la convicción conservadora pudo transformarse en predicción científica. Y cuando la cura de Alesina no produjo una recuperación rápida, hubo una excusa obvia: no había sido aplicada con suficiente energía como para ser “creíble”.
La cura, si es que la hubo, finalmente ocurrió, años después de lo proyectado, no a través de la sangría fiscal, sino mediante un estímulo monetario masivo. Cuando el paciente atontado finalmente logró, dificultosamente, ponerse de pie, los defensores de la sangría fiscal proclamaron triunfalmente que la austeridad había funcionado.
La moraleja del cuento es simple: la austeridad en una crisis no funciona, por la simple razón de que la cura medieval de la sangría de un paciente nunca funcionó. Debilita en lugar de fortalecer. Insertar al hada de la confianza entre la causa y el efecto de una política no cambia la lógica de la política; simplemente oscurece la lógica por un tiempo. La recuperación puede producirse a pesar de la austeridad fiscal, pero nunca como consecuencia de ella.
Si bien Krugman inventó su discurso para una lectoría estadounidense, perfectamente se adecúa también al caso británico. En su primer presupuesto en junio de 2010, el ministro de Hacienda George Osborne advirtió que “se puede ver en Grecia un ejemplo de un país que no afrontó sus problemas, y ese el destino que estoy decidido a evitar”.
Al presentar el presupuesto de 2015 del Reino Unido en marzo, Osborne dijo que la austeridad había hecho que Gran Bretaña volviera a “andar con la cabeza bien alta”. El 7 de mayo, ese argumento será puesto a prueba en la elección parlamentaria del Reino Unido. Los votantes británicos, todavía tambaleantes por la medicina de Osborne, podrán ser perdonados si deciden que deberían haberse quedado en cama.
Con la colaboración de Project Syndicate
Autor: Robert Skidelsky es profesor emérito de economía politica en Warwick University y miembro de la Cámara de lo Lores.
REUTERS/ Hannibal Hanschke
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