Para afrontar las enfermedades mentales
Al contrario de la impresión común, las enfermedades mentales son un problema que no es nuevo ni exclusivo del mundo desarrollado. Lo que llamamos esquizofrenia y trastorno bipolar resultan reconocibles en la literatura que se remonta a la Grecia antigua y La anatomía de la melancolía, publicado en 1621 por el erudito inglés Robert Burton, sigue siendo una de las más sagaces descripciones de la depresión. Actualmente, los países de renta baja o media representan la mayor parte de la morbilidad y el 75 por ciento de los suicidios resultantes de las enfermedades mentales.
Lo nuevo –y alentador– es la mayor atención que ahora se está prestando a ese problema. El año pasado en Davos, contribuí a lanzar un nuevo Consejo del Programa Mundial sobre las Enfermedades Mentales, después de que un estudio por el Foro Económico Mundial y la Escuela de Salud Pública de Harvard previera que los costos económicos de las enfermedades mentales a lo largo de los dos próximos decenios superarían los del cáncer, la diabetes y las enfermedades respiratorias combinados. Al ser tanto lo que está en juego, la necesidad humana y económica de que los dirigentes se tomen la salud mental en serio resulta claramente apremiante.
Sería conveniente que las autoridades tuvieran presente en sus actuaciones que los trastornos mentales son trastornos cerebrales. Demasiadas personas quitan importancia a las enfermedades mentales por considerarlas problemas caracteriales o de falta de voluntad, en lugar de reconocerlas como trastornos médicos graves y con frecuencia fatales. El cerebro es un órgano corporal como cualquier otro. No debemos culpar a una persona del malfuncionamiento de su cerebro, del mismo modo que no lo hacemos por el malfuncionamiento de su páncreas, hígado o corazón. Las personas con trastornos cerebrales merecen exactamente el mismo nivel y la misma calidad de atención médica que esperamos al afrontar trastornos de cualquier otra parte del cuerpo.
Pensemos en la depresión, la enfermedad mental más común, que se debe distinguir de la tristeza, la decepción o la frustración que todos experimentamos en nuestra vida. En sus memorias de 1989, Darkness Visible (“Esa visible obscuridad”), William Styron considera con razón que “depresión” es una palabra insuficiente para referirse a una afección debilitante, que se caracteriza por desesperanza, desamparo y terror.
En sus formas extremas, la depresión puede ser tan incapacitante, que la idea de salir de la cama o hacer una llamada de teléfono resulte abrumadora. Actuar con eficacia en el lugar de trabajo puede ser extraordinariamente arduo, lo que se refleja en el reconocimiento cada vez mayor de un estado llamado “presentismo”, variación del “absentismo”: los empleados deprimidos están físicamente presentes, pero mentalmente ausentes.
Las enfermedades mentales pueden provocar con frecuencia otros problemas de salud. Los trastornos cerebrales como la depresión y la esquizofrenia aumentan en gran medida el riesgo de contraer afecciones crónicas, como, por ejemplo, enfermedades cardiovasculares y respiratorias. Las personas con enfermedades mentales y problemas de uso indebido de substancias tienen mayor riesgo de contraer enfermedades infecciosas como el VIH/SIDA.
Además, los trastornos mentales tienen profundas repercusiones en el resultado de otras enfermedades. Después de un ataque al corazón, por ejemplo, el pronóstico depende de la presencia o ausencia de depresión más que de prácticamente cualquier otra medida de la función cardíaca. Ésa es la razón por la que las autoridades sanitarias deben hacer suyo el adagio: “No hay salud sin salud mental”.
De hecho, las enfermedades mentales pueden ser tan fatales como las físicas. El suicidio causa más muertes que el homicidio. El siete por ciento, aproximadamente, de quienes tienen graves trastornos depresivos se quitan la vida. A escala mundial, más de 800.000 personas se suicidan todos los años. El número de personas marcadas por la muerte de un ser querido es mucho mayor; todos los suicidios tienen muchas víctimas.
Para abordar ese problema, harán falta métodos innovadores. No basta simplemente con que se disponga de un tratamiento. Las personas con trastornos psicóticos pueden negar que están enfermas y las que padecen depresión pueden estar demasiado consumidas por el autodesprecio para sentirse dignas de ayuda. Incluso en el mundo desarrollado, se calcula que sólo la mitad de todas las personas que padecen depresión son diagnosticadas y tratadas. Según la Organización Mundial de la Salud, en los países en desarrollo entre el 76 por ciento y el 85 por ciento de las personas con trastornos mentales graves no reciben tratamiento. Necesitamos formas sensibles de determinar a quienes están en peligro y ayudar a los más discapacitados.
No todos cuantos tienen una enfermedad mental necesitan medicamentos y atención hospitalaria caros ni acceso directo siquiera a psiquiatras muy especializados. Puede que no tengamos el equivalente de una vacuna para el sarampión o un mosquitero para el paludismo, pero para la mayoría de las personas con riesgo de enfermedad mental o que ya la padezcan hay intervenciones poco costosas y muy eficaces. En situaciones de bajos recursos, los residentes locales o sus familiares pueden recibir también capacitación para impartir psicoterapias breves y eficaces, que traten las formas moderadas de depresión o ansiedad. También se puede recurrir a la terapia basada en el teléfono o en la red Internet.
Ahora bien, hemos de reconocer que los tratamientos para las enfermedades mentales distan mucho de ser infalibles. De los que reciben ayuda, sólo la mitad, aproximadamente, reciben el tratamiento adecuado y la mitad, más o menos, de los que reciben tratamiento recaen. La única forma de mejorar esos porcentajes es la de profundizar en nuestra comprensión del funcionamiento cerebral normal y anormal. Hemos de investigar a fin de obtener mejores tratamientos para los trastornos cerebrales en general y para las enfermedades mentales en particular.
Por fortuna, algunas iniciativas importantes lanzadas en el último año nos están haciendo avanzar en la dirección correcta. En el pasado mes de abril, los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos iniciaron la Iniciativa BRAIN, con la que se unieron a medidas similares adoptadas en la Unión Europea, Israel, el Japón, China, Australia y el Canadá. También hemos visto niveles sin precedentes de apoyo de filántropos. En los EE.UU., por ejemplo, el Centro Stanley para la Investigación Psiquiátrica recibió 650 millones de dólares recientemente. En el Reino Unido, una nueva organización caritativa, MQ, concede fondos para la investigación sobre tratamientos psicológicos.
Lo avances de la investigación biomédica infunden esperanzas de que se encuentren curas para los trastornos cerebrales. Al ampliar el acceso a los tratamientos existentes e invertir en la investigación para obtener nuevas terapias, podemos aspirar a eliminar una de las causas más antiguas y más extendidas de sufrimiento humano.
Autor: Thomas Insel es Director del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos.
Imagen: REUTERS
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