Nuevos tratos para la economía de hoy
Cuando a finales de 2008 quedó claro que la economía mundial iba camino de un derrumbe al menos tan peligroso como el que inició la Gran Depresión, me sentí alarmado, pero también esperanzado. Al fin y al cabo, ya lo habíamos visto antes y, además, teníamos un modelo para mitigar el daño; lamentablemente, las autoridades lo dejaron en un cajón.
Durante tres años y medio, tras el comienzo de la Gran Depresión, la máxima prioridad del Presidente de los Estados Unidos Herbert Hoover fue la de equilibrar el déficit intentando restablecer –pero sin conseguirlo– la confianza de las empresas. En 1933, el recién elegido Presidente Franklin D. Roosevelt cambió de rumbo y adoptó una estrategia sencilla, pero radical: probar todo lo que pudiera impulsar la demanda, aumentar la producción o reducir el desempleo y después seguir haciendo lo que funcionara.
Roosevelt abandonó los intentos de equilibrar el presupuesto, aumentó la masa monetaria e inició el exceso de gasto público. Sacó a los Estados Unidos del patrón oro, ordenó al gobierno que contratara a trabajadores directamente y ofreció garantías de préstamos para quienes corrían peligro de perder sus viviendas. Convirtió en un cártel la industria petrolera e instituyó políticas enérgicas para acabar con los monopolios.
Desde luego, las políticas del Nuevo Trato de Roosevelt a veces entraban en conflicto entre sí y no pocas de ellas fueron contraproducentes, pero, al probarlo todo y después intensificar las políticas más logradas, Roosevelt pudo en última instancia dar la vuelta a la economía.
De modo, que a finales de 2008 la vía por la que avanzar parecía evidente: recapitalizar los bancos, garantizar los préstamos, utilizar las organizaciones de prestamos para viviendas Fannie Mae y Freddie Mac, respaldadas por el Gobierno, para salvar las hipotecas en peligro, dejar que los tipos de interés a corto plazo bajaran hasta cero y recurrir a la relajación cuantitativa para prevenir la deflación o una inflación peligrosamente baja y lanzar un exceso de gasto público. Después, con la evolución de la situación, reforzaríamos las políticas que parecieran estar funcionando y abandonaríamos gradualmente las que parecieran ineficaces o contraproducentes.
Pero no fue eso lo que se hizo, sino que cada una de las propuestas afrontó su propia oposición. Algunos estaban preocupados por que la recapitalización de los bancos recompensara a las propias instituciones que habían causado el problema. Otros temían que la salvación de las hipotecas en peligro recompensara a los prestatarios abúlicos. Otros más expresaron preocupaciones por la política fiscal y monetaria expansionista y algunos se mostraron partidarios de un tipo de políticas (salvar las hipotecas en peligro y recapitalizar los bancos, pongamos por caso), pero se oponían a todas las demás (por ejemplo, el gasto público excesivo y el aumento de las perspectivas de inflación).
Seis años después, la economía aún no se ha recuperado del todo y el problema persiste. En un artículo publicado el día de Navidad en el Wall Stret Journal, el economista Martin Feldstein, por lo general sensato, propone un conjunto de políticas destinadas a estimular la demanda, incluidas las de aumentar los descuentos fiscales en pro de la inversión y hacer recaer la carga del impuesto de sociedades en las empresas que no gasten mucho.
Las ideas de Feldstein son prometedoras y, en consonancia con las enseñanzas que se desprendieron de la Gran Depresión, son claramente dignas de que se las pruebe. El problema es la retórica que las envuelve. Al título del artículo, “El innecesario coqueteo de la Reserva Federal con el peligro”, sigue la advertencia de que la relajación cuantitativa podría “aumentar el riesgo de inestabilidad financiera”. En lugar de limitarse a promocionar sus políticas, Feldstein las presenta como “una segura y eficaz opción substitutiva” de otros planteamientos. Según sostiene, sus propuestas no son una flecha más en el carcaj, sino que van encaminadas a substituir “las políticas keynesianas tradicionales [que] aumentan los déficit presupuestarios y la deuda nacional”.
El resultado es el de que la contribución de Feldstein a la resolución de nuestras dificultades económicas es, en el mejor de los casos, improductiva. Aunque abrigue –es de suponer– la esperanza de que su comentario aumente la probabilidad de que se aprueben sus políticas preferidas, el efecto más probable en el mundo real sería el de disminuir el apoyo a las vigentes sin conseguirlo para una coalición que pueda aplicar otras substitutivas y eficaces.
Sería una negligencia por mi parte no observar que a veces he sido parte del problema. Cuando echo la vista atrás sobre todo lo que he escrito desde 2008, descubro que también yo he estado demasiado dispuesto a defender mis recetas favoritas a expensas de otras.
Como las autoridades siguen buscando una vía para salir del malestar actual, sería prudente recordar las palabras de Roosevelt antes de que sacara a los EE.UU. de una crisis similar. “El país necesita y (…) exige una experimentación audaz y persistente”, dijo en 1932. “Tomar un método y probarlo. Si falla, reconocerlo con franqueza y probar otro, pero, por encima de todo, probar algo”.
En colaboración con Project Syndicate.
Autor: J. Bradford DeLong es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigación Económica.
Imagen: REUTERS/Sergei Karpukhin
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