¿Nos hemos vuelto demasiado flexibles?
Al comenzar 2015, la realidad de la deficiente demanda mundial y de los riesgos deflacionarios en las economías más importantes del mundo resulta patente. En la zona del euro, el crecimiento del PIB está aminorándose y la inflación se ha vuelto negativa. Los avances del Japón hacia su objetivo de inflación del dos por ciento se han estancado. Ni siquiera las economías que están experimentando un crecimiento económico más sólido cumplirán sus metas: este año la inflación en los Estados Unidos no llegará al 1,5 por ciento y la tasa de China fue en el pasado mes de noviembre la más baja en los cinco últimos años: 1,4 por ciento.
En las economías avanzadas, la baja inflación refleja no sólo las repercusiones temporales del descenso de los precios de los productos básicos, sino también el estancamiento de los salarios a largo plazo. En los EE.UU., el Reino Unido, el Japón y varios países de la zona del euro, los salarios medios reales (ajustados a la inflación) siguen siendo inferiores a los niveles de 2007. De hecho, en los EE.UU., los salarios reales correspondientes al cuartil inferior llevan tres decenios sin aumentar y, aunque los EE.UU. crearon 295.000 nuevos empleos en el pasado mes de diciembre, los salarios netos bajaron.
En el mundo en desarrollo la situación no es mucho mejor. Como muestra el último informe sobre El salario en el mundo de la Organización Nacional del Trabajo, los aumentos de salarios van muy rezagados respecto del incremento de la productividad.
Como el aumento real de los ingresos es decisivo para impulsar el consumo y los precios, los bancos centrales y los políticos están ahora dedicados por primera vez a fomentar los aumentos de los salarios. En el pasado mes de julio, el Presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, acogió con beneplácito que algunas empresas alemanas hubieran aumentado los salarios por encima de la inflación. El Primer Ministro del Japón, Shinzo Abe, ha dado un paso más, al instar repetidas veces a las empresas a aumentar los salarios y alentarlas a hacerlo reduciendo el impuesto de sociedades. Sin embargo, hasta ahora las presiones han surtido poco efecto.
Esa actitud no habría sorprendido a los economistas monetaristas que observaron la elevada inflación del decenio de 1970. En aquella época, muchas autoridades achacaron los rápidos aumentos de precios a los factores que aumentaban los costos, como, por ejemplo, las subidas excesivas de los salarios obtenidas por los sindicatos con sus presiones. Los ministros de Hacienda y los bancos centrales instaban con frecuencia a la moderación de los salarios y muchos países introdujeron incluso políticas oficiales que regían los salarios y los precios.
Pero dichas políticas resultaron en gran medida ineficaces. En cambio, pareció cada vez más claro, como dijo Milton Freedman, que “la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario”. Si la demanda nominal aumenta más rápidamente que el crecimiento potencial real, la inflación es inevitable y sólo se puede limitar el aumento de la demanda mediante una combinación de política fiscal y monetaria. De hecho, se venció por fin la inflación a comienzos del decenio de 1980, cuando los bancos centrales aumentaron los tipos de interés al nivel necesario, fuera el que fuese, para limitar la demanda nominal, aun cuando provocara un desempleo elevado y transitorio.
Pero, aunque los bancos centrales se atribuyeron el mérito de la “gran moderación” de la inflación mundial que siguió, los factores estructurales (que determinan la intensidad de los efectos del aumento de los costos) desempeñó también un papel decisivo. Para empezar, la entrada de la enorme fuerza laboral de China en la economía mundial de mercado cambió el equilibro de poder entre el capital y la mano de obra en las economías avanzadas. Los sindicatos experimentaron una profunda pérdida de afiliados e influencia a causa del aumento de la competencia mundial y, en algunos países, de unas reformas legales deliberadas. Se permitió, en particular en los EE.UU., que los salarios mínimos disminuyeran en comparación con los ingresos medios.
Más recientemente, los avances tecnológicos han llegado a ser un motor cada vez más importante de la transformación estructural y la tecnología de la información y la automatización del trabajo han reducido los salarios de los empleos que requieren escasas aptitudes y han erosionado aún más el poder político de las organizaciones sindicales y su influencia en el mercado. Los mercados laborales ultraflexibles de la actualidad, caracterizados por contratos temporales, con jornada parcial y sin especificación de un número determinado de horas son muy diferentes de los que engendraron –por el aumento de los costos-– la inflación en los decenios de 1960 y 1970.
El resultado en muchos países ha sido un estancamiento de los salarios reales, un aumento de la desigualdad y una posible propensión estructural a una demanda nominal deficiente. Como los ricos son más dados a ahorrar, una mayor desigualdad suele producir un flojo aumento de la demanda, a no ser, claro está, que se presten a los pobres los ahorros de los ricos.
A consecuencia de ello, mientras que antes de la crisis financiera de 2008 se consideraba a los bancos centrales unos héroes en la lucha contra la inflación, acabaron cada vez más compensando las presiones deflacionarias estructurales mediante la fijación de unos tipos de interés lo bastante bajos para estimular auges crediticios, lo que provocó una creación excesiva de deuda y crisis financiera y ahora una escasez crónica de demanda agregada, al intentar todos los hogares, empresas y gobiernos reducir sus deudas.
Pero, aunque los factores estructurales y un endeudamiento excesivo sostienen la insuficiente demanda actual, una reacción puramente macroeconómica podría aun resolver el problema. Así como una restricción monetaria decidida hace treinta años acabó superando en última instancia las presiones causantes del aumento de los costos, una política igualmente decidida en la otra dirección podría, en teoría, impulsar el aumento actual de la demanda nominal.
La forma mejor de lograrlo no es mediante la combinación actual de tipos de interés ultrabajos y relajación cuantitativa. Al fin y al cabo, aunque ese método acabaría estimulando la demanda, lo haría aumentando el precio de los activos –y con ello exacerbando la desigualdad de la riqueza– y volviendo a estimular el aumento del crédito privado que alimentó la crisis financiera.
Pero las autoridades siempre tienen otra opción para crear demanda nominal: imprimir dinero para financiar sus déficits fiscales. La disponibilidad permanente de ese método –lo que Friedman llamó “dinero lanzado desde un helicóptero”– hace de la demanda nominal deficiente uno de los pocos problemas económicos para los que siempre hay una solución.
No obstante, es casi seguro que semejante planteamiento puramente macroeconómico de la lucha contra la deflación no sería óptimo. Una estrategia mejor entrañaría también políticas que abordaran los factores estructurales del estancamiento de los salarios y del consumo.
Uno de esos factores es la excesiva flexibilidad del mercado laboral. Auque la relajación de las normas relativas a la contratación y al despido de trabajadores probablemente haya contribuido a impulsar el empleo en algunos países, como, por ejemplo, el Reino Unido, también puede estar reduciendo los salarios reales. Del mismo modo que los mercados laborales pueden ser demasiado rígidos, también pueden ser demasiado flexibles.
El aumento de los salarios mínimos podría contribuir a limitar la erosión de los ingresos reales en el cuartil inferior y se puede recurrir a los sistemas impositivos y de asistencia social para encauzar ingresos hacia quienes más probablemente los gastarán.
Como la deflación, igual que la inflación, es en última instancia un fenómeno monetario, las armas fiscales y monetarias son los medios más decisivos para combatirla, pero no se debe pasar por alto la posible importancia de las políticas estructurales. Weidmann y Abe están en lo cierto: cierta presión que aumente los costos sería útil, pero harán falta políticas deliberadas para estimularlas.
En colaboración con Project Syndicate.
Autor: Adair Turner es miembro sénior de Institute for New Economic Thinking y del Center for Financial Studies en Frankfurt.
Imagen: REUTERS/Rafael Marchante
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