La economía y sus críticos

Actualmente hay mucho que criticar a la economía. Por ejemplo, la disciplina casi no se ocupa de los asuntos políticos, pero se concentra demasiado en atormentar a los estudiantes con matemáticas. No obstante, gran parte de las críticas que se hacen a la profesión se basan en malentendidos e ignorancia.

Pensemos en el concepto de Adam Smith de la “mano invisible”, que implica que el equilibrio del mercado es eficiente si prevalece la competencia perfecta y si existen derechos de propiedad bien definidos. A diferencia de lo que muchos críticos  suponen, los economistas convencionales no asumen que estas condiciones ideales están siempre presentes. Al contrario, los economistas tienden a usar estas condiciones como punto de referencia para analizar las fallas del mercado. Como sabuesos, buscan en la economía dichas fallas y ponderan cómo pueden corregirse mediante una intervención inteligente del Estado.

En este sentido, los economistas son como médicos, que deben saber cómo es un cuerpo sano antes de diagnosticar una enfermedad y recetar medicamento. Un buen médico no interviene arbitrariamente en los procesos del cuerpo, sino solo en casos donde hay evidencia objetiva de una enfermedad y un tratamiento efectivo se puede recomendar.

La regulación medioambiental aborda un ejemplo particularmente sorprendente de las fallas del mercado. Los mercados son en general eficientes si los ingresos de las empresas reflejan correctamente los beneficios que su producción ofrece a terceros, mientras que sus costos reflejan todos los perjuicios. En este caso, la maximización de las ganancias conduce a la maximización del bienestar social.

Sin embargo, si la producción conlleva daños al medio ambiente que las compañías no pagan, los incentivos se distorsionan; y las compañías pueden obtener ganancias, pero funcionan de forma ineficiente desde el punto de vista económico. Así pues, el Estado “corrige” los incentivos de las empresas mediante la imposición de multas o prohibiciones.

Otra enfermedad que los economistas algunas veces diagnostican podría denominarse “enfermedad keynesiana”. Si la demanda es muy baja, puede conducir a una caída abrupta del empleo (porque los salarios y precios son rígidos en el corto plazo). La enfermedad se puede curar con inyecciones de estímulos públicos financiados con deuda –como dar a pacientes con males cardiacos dosis de nitroglicerina para mantener activo su corazón).

En contra de lo que muchos pueden pensar, no hay un sesgo fundamental contra esta medicina en la economía convencional actual. Sin embargo, los estímulos no pueden considerarse un remedio universal. Muchos malestares que pueden afectar a la economía son crónicos, no agudos, y por ende, exigen otro tipo de tratamiento. Intentar que la terapia keynesiana resuelva, por ejemplo, los problemas estructurales que actualmente aquejan a los países de Europa del sur, sería como tratar de sanar una pierna rota con tratamientos para el corazón.

La nitroglicerina resuelve el riesgo de colapso circulatorio. En términos económicos es justo lo que se necesitaba después de la crisis financiera global de 2008. Sin embargo, el uso de largo plazo de dicho medicamento puede ser fatal.

Aquí y en otros lugares, la ideología provoca la confusión conceptual. Por ejemplo, Smith consideraba la competencia como una condición básica para el funcionamiento de la mano invisible porque los monopolios y los oligopolios explotan a los consumidores y restringen la producción. No obstante, solo la competencia entre proveedores de productos similares es benéfica. La competencia entre proveedores de bienes o servicios complementarios es dañina, y puede ser incluso peor que un monopolio. (Por eso, los conductores de trenes y pilotos, por ejemplo, deben ser obligados a ser parte de sindicatos monopólicos que representen a todos los demás empleados de sus respectivas compañías).

Las fallas del mercado que inicialmente dan pie a la intervención del sector público tienden a reaparecer en la arena internacional, lo que significa que la competencia entre Estados a menudo no es eficiente tampoco. Podemos mencionar varios ejemplos, como la competencia entre Estados de bienestar para disuadir la migración por razones económicas, la competencia para reducir impuestos y la rivalidad entre sistemas de regulación en los sectores bancario y de seguros. La competencia, en contra de lo que muchos de la derecha pueden pensar, no siempre es buena.

 Por supuesto, en la izquierda la ideología también suele predominar sobre la terminología. Consideremos el término “neoliberalismo”, que para muchos es peyorativo pues se le considera como una doctrina de desregulación y laissez-faire puro. No obstante, al menos en Europa, el neoliberalismo tiene un significado muy distinto. El término fue acuñado por Alexander Rüstow, quien en 1932 proclamó el final del viejo liberalismo e hizo un llamado para establecer un nuevo liberalismo en el que un Estado fuerte creara un marco legal sólido dentro del que las empresas tendrían que operar.

Homo economicus, el ser egoísta que actúa de manera racional en los modelos de los economistas también se ha hecho acreedor a críticas recientemente porque con demasiada frecuencia no representa el comportamiento real de las personas. Experimentos conductistas han demostrado de manera concluyente el limitado valor de predicción de este ser artificial.

Sin embargo, el objetivo del homo economicus nunca fue el de hacer predicciones. Su función real es la de facilitar la diferenciación entre errores del mercado y errores mentales. Los economistas buscan detectar la irracionalidad colectiva, y los modelos económicos que parten de la racionalidad individual facilitan esa tarea. Al asegurar que estas políticas responden a fallas en las reglas del juego y no a la falibilidad o irracionalidad de los individuos, este “individualismo metodológico” nos protege del paternalismo dictatorial.

Los bancos que otorgan créditos de riesgo con capital muy escaso ilustran el valor analítico del homo economicus con particular claridad. Las ganancias se privatizan, pero cualquier pérdida que supere su capital se transfiere a sus acreedores o, lo que es incluso mejor para ellos, a los contribuyentes.

Esta asimetría convierte a los bancos en casinos: la casa siempre gana. Los bancos eligen proyectos de inversión particularmente arriesgados, que pueden resultar rentables pero son perjudiciales económicamente.

No es la irracionalidad humana la que provoca este problema. Al contrario, surge precisamente porque los banqueros actúan de manera racional. Como sabemos por las experiencias de reglamentación del medio ambiente, predicar el sentido común y la ética a los banqueros no ayudará. No obstante, cambiar sus incentivos exigiendo, por ejemplo, coeficientes más elevados de capital/activos, podría funcionar de maravilla.

En colaboración con Project Syndicate.

Autor: Hans -Werner Sinn, profesor de Economía y Finanzas Públicas de la Universidad de Munich

Imagen: REUTERS/Yuya Shino

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