La rentabilidad de la confianza

Los efectos de la crisis financiera más devastadora en décadas están comenzando a atenuarse, pero el debate sobre los fundamentos de la economía global está lejos de haber acabado. De hecho, vemos una nueva oleada de acalorados debates sobre si las empresas han de poner como prioridad las utilidades o el bien común.

Milton Friedman, uno de los principales defensores del enfoque de la gestión corporativa orientada a las utilidades, fue quien dijo la famosa frase de que “el negocio de los negocios son los negocios”. De hecho, desde su punto de vista no hay contradicción entre la maximización de las utilidades y el bien común. En sí misma, la búsqueda de utilidades es un objetivo que beneficia a la sociedad.

En la perspectiva opuesta, a la cual adhiero, se encuentra la teoría de la creación de valor compartido del economista de Harvard Michael Porter. De hecho, mis propios trabajos publicados promueven el concepto de los partícipes o grupos de interés como marco de una comprensión moderna de la gestión corporativa con responsabilidad social.

El detate teórico se podría alargar sin acabar nunca. Pero una polarización ideológica así no es particularmente útil en términos prácticos de gestión de las empresas. Si los directivos tuvieran que elegir entre cumplir las expectativas de los accionistas y cumplir sus responsabilidades sociales y éticas, probablemente sus compañías irían a la quiebra.

En lugar de ello, los directivos cuya gestión ha sido exitosa reconocen que toda compañía es una entidad tanto económica como social, por lo que no se puede dejar de lado a ninguno de los partícipes. Como escribí hace más de cuatro décadas, “al igual que un organismo… depende de varias arterias”, a todas las que debe nutrir si espera que sobreviva y crezca.

Suena sencillo, pero puede ser muy difícil cuando las necesidades de los accionistas de la compañía, por ejemplo, entran en conflicto con los intereses de sus empleados, clientes o comunidades locales. Lo positivo es que en un conflicto así hay una meta clara y unificadora: asegurar el éxito de la compañía en el largo plazo.

Para esto es necesario antes que nada que la compañía sea rentable. Pero la rentabilidad no tendría que ser un fin en sí misma, sino una herramienta para ayudar a que los directivos decidan el uso más eficaz de sus recursos y evalúen su competitividad y vitalidad. Así, en lugar de solamente pagar dividendos, las compañías deberían usar sus utilidades para reforzar su viabilidad en el largo plazo.

La rentabilidad, el crecimiento y las salvaguardas contra los riesgos que amenacen su existencia son esenciales para fortalecer las perspectivas de largo plazo de una compañía. Pero si estos tres factores constituyen su “poder duro”, también se necesita la existencia de un “poder blando”: confianza y aceptación públicas, las que se obtienen únicamente si cumple con su responsabilidad social. Sólo cuando una compañía se ha ganado la confianza del público –su “licencia para funcionar”- sus directivos pueden crear valor de largo plazo para todos los partícipes, incluidos los accionistas.
En pocas palabras, el conflicto real no es entre la maximización de las ganancias y la responsabilidad social, sino más bien entre el pensamiento de corto y largo plazo. En un sentido, es un conflicto más sencillo de resolver. Después de todo, la mirada cortoplacista no sólo socava las perspectivas de la compañía, sino que pone en riesgo a toda la economía. De hecho, el énfasis irresponsable de los directivos en satisfacer los intereses inmediatos de los accionistas, maximizando así sus propias bonificaciones, fue uno de los factores de la crisis que llevó al borde del colapso al sistema financiero global en 2008.

Para que el equipo directivo de una empresa pueda incluir en su planeamiento los intereses de largo plazo de todos los partícipes, la toma de decisiones corporativa debe tener en cuenta los requisitos fundamentales para su supervivencia: rentabilidad, crecimiento, protección frente al riesgo y confianza pública. Puesto que a menudo la satisfación de uno de ellos se logra a costa de otro, un sistema así debería contar con un proceso constante de ajustes y acuerdos.

Estamos saliendo de un periodo en el que las compañías, presionadas por satisfacer las expectativas de los accionistas, favorecían la rentabilidad y el crecimiento incluso si ello implicaba arriesgarse más de lo debido y perder la confianza del público. Ahora deben minimizar el riesgo y desarrollar confianza cumpliendo las expectativas legítimas de sus partícipes, lo que implica también reducir los efectos adversos de sus actividades sobre el medio ambiente y crear oportunidades de empleo de alta calidad.

Pero la responsabilidad social corporativa no se limita a la manera como una compañía hace negocios. Las empresas deben usar sus competencias centrales como ayuda para encontrar soluciones a los problemas sociales más urgentes de hoy en día. En otras palabras, más que servir a sus propios partícipes, deben aceptar su papel como partícipe de nuestro futuro colectivo, en una suerte de quid pro quo por su licencia para funcionar.

Afortunadamente, cada vez más compañías están actuando con un sentido de responsabilidad social. Al colaborar con gobiernos, organizaciones internacionales y la sociedad civil, están abordando importantes retos como la integración social y creando los sistemas necesarios para dar educación y atención de salud a quienes más las necesitan. Estas compañías están haciendo realidad el concepto de partícipe en los niveles micro y macro, respondiendo a las necesidades de sus empleados, clientes y comunidades, y fortaleciendo así sus marcas.

Al hacerlo, ofrecen una potente respuesta a la pregunta de cuál debería ser su papel en la sociedad. Lo que es más importante, están mostrando al resto del sector corporativo que vale la pena el negocio de aportar al bien común.

En colaboración con Project Syndicate.

Autor: Profesor Klaus Schwab, fundador y presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial. 

Imagen: REUTERS/Nicky Loh

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