El desafío del alzhéimer

La enfermedad de Alzheimer es con mucha diferencia la causa más común de demencia y una de las afecciones más temidas del mundo. En 2050, habrá 135 millones de pacientes de alzhéimer, el triple que ahora, y las tres cuartas partes de los casos se darán en países de renta media o baja. La tarea de predecir el comienzo del alzhéimer –por no hablar de prevenirlo o curarlo– sigue siendo inmensa.

Hace más de un siglo que se descubrió la enfermedad de Alzheimer a partir de los resultados de autopsias que revelaban unas lesiones cerebrales características llamadas “placas amiloides”. En las personas vivas resulta más difícil de diagnosticar. Los médicos se basan en la observación de las pérdidas de memoria y otros déficits cognoscitivos (como, por ejemplo, en el razonamiento o en la comprensión del lenguaje), señales de que las placas ya están presentes en el cerebro, pero se tendría que aplicar el tratamiento antes de que se formen las placas y años antes de que aparezcan los síntomas de demencia.

Si los científicos tuvieran tiempo y recursos para hacer estudios longitudinales a lo largo de muchos años, el alzhéimer podría ser más predecible. Dichos estudios entrañarían análisis de sangre, imágenes, pruebas de memoria y pruebas médicas, además de cuestionarios detallados sobre el estilo de vida cumplimentados por miles de personas jóvenes y de edad mediana. Los participantes en los estudios serían seguidos a lo largo de los decenios para ver a cuáles se les declaraba la enfermedad y qué pruebas daban resultados positivos antes de que se diagnosticara el alzhéimer.

En realidad, dos famosos estudios longitudinales –el Estudio del corazón de Framingham de Massachusetts y el Proyecto Kungsholmen de Suecia– han propiciado avances importantes en la predicción de la enfermedad. En dichos estudios se descubrió que la memoria a corto plazo puede estar deteriorada hasta diez años antes del diagnóstico de alzhéimer. Desde entonces se han logrado avances importantes en la obtención de imágenes del cerebro, los análisis bioquímicos y –lo que tal vez sea lo más importante– las pruebas genéticas.

De hecho, el riesgo de alzhéimer se duplica, si el padre o la madre o un hermano lo  padece, probablemente por la presencia del gen ApoE. En el caso de los europeos que heredan un tipo particular de ApoE, llamado ε4, el riesgo se triplica; heredar dos copias del ε4 aumenta el riesgo unas diez veces.

Pero no es probable que las pruebas genéticas por sí solas sean un predictor preciso, porque la mitad, más o menos, de los pacientes de alzhéimer no son portadores del ε4 y probablemente a la mitad de éstos no se les declarará la enfermedad. Además, aunque los estudios internacionales de más de 70.000 personas han descubierto más de otros veinte genes relacionados con el alzhéimer, sus efectos son mínimos.

Ahora bien, en un estudio innovador de 2012 publicado por el New England Journal of Medicine, se analizó una rara mutación genética que se encontró en tan sólo 500 familias de todo el mundo y a la que se debería la aparición de la enfermedad antes de los cincuenta años de edad. En ese estudio se mostraba cuáles pruebas podían predecir el resultado con mayor precisión decenios antes de que comenzara a manifestarse.

En esa investigación se descubrió que el beta-amiloide, la substancia que se junta y forma las placas amiloides, se agota en el fluido cerebroespinal que rodea el cerebro nada menos que 25 años antes de la aparición de la demencia. Quince años antes de que aparezca, una observación con tomografía por emisión de positrones reveló que el beta-amiloide estaba depositándose en placas en el propio cerebro y las pruebas de memoria a corto plazo eran anormales diez años antes de la aparición, como indicaban los estudios de Framingham y Kungsholmen.

Ahora esas pruebas están pasando a formar parte de la práctica clínica y están disponibles comercialmente. Las pruebas de memoria y otras pruebas cognoscitivas pueden revelar si alguien tiene problemas menores con algunos aspectos del pensamiento, afección conocida como “deterioro cognoscitivo leve” que precede a la enfermedad de alzhéimer. El problema estriba en que las pruebas deben correr a cargo de un neuropsicólogo experto y se tarda más de una hora en hacerlas; además, muchas personas con deterioro cognoscitivo leve no avanzan hacia la demencia.

La toma de muestras del fluido cerebroespinal mediante una punción lumbar (o “espinal”) puede predecir qué personas con deterioro cognoscitivo leve avanzarán hacia la demencia con una precisión del 80 por ciento, pero sigue habiendo un diagnóstico erróneo en uno de cada cinco pacientes. Las observaciones mediante la tomografía por emisión de positrones son ligeramente menos precisas, mientras que las observaciones de los cerebros con deterioro cognoscitivo leve pueden revelar –con tal vez sólo el 70 por ciento de precisión– anomalías sutiles en personas con dicho deterioro.

Así, pues, los científicos siguen buscando una prueba predictiva precisa que sea más barata, más rápída y menos invasora que la tomografía por emisión de positrones o las punciones lumbares. En este año, dos pequeños estudios de análisis de sangre parecieron predecir el alzhéimer de uno a tres años antes de que se produjera, pero se trata de análisis complicados y que requieren el calibrado de diez o más substancias.

Cualesquiera que sean los métodos predictivos que los médicos utilicen a lo largo de los próximos años, probablemente les permitirán informar a los pacientes con deterioro cognoscitivo leve sus posibilidades de que se les declare el alzhéimer a corto plazo. La cuestión más peliaguda es la de si podremos predecir la enfermedad de alzhéimer con precisión en las personas con capacidades cognoscitivas y memoria normales o predecirla con más de cinco años de antelación.

Aun cuando se consiga en su momento la predicción temprana del alzhéimer, actualmente no existen medicamentos disponibles para prevenirla ni curarla antes de que las placas amiloides destruyan la mente. Ése será nuestro próximo gran empeño.

 En colaboración con Project Syndicate.

Autor: Krishna Chinthapalli pertenece al Servicio de Neurología del hospital de St. George en Londres. 

Imagen: REUTERS/STR New

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