El significado de lo sucedido en Chipre

La causa del problema de Chipre es bien conocida. Sus dos bancos principales habían atraído depósitos enormes del extranjero, en gran medida de Rusia, y la mayoría –es de suponer– de personas que deseaban escapar del control en su país o en otros lugares. Después los beneficios se invertían en bonos estatales griegos y préstamos a empresas griegas. Cuando se produjo la implosión de Grecia, las inversiones se deterioraron y los bancos chipriotas que habían adoptado esa estrategia acabaron en la insolvencia.

En vista de esa situación, la opción lógica para el país debería haber estado clara: si el Gobierno quería sobrevivir, los depositantes extranjeros debían participar en las pérdidas. Así, pues, resulta difícil entender por qué el Gobierno de Chipre se mostró al principio tan renuente a infligir pérdidas a los depositantes.

Pero la solución que al final se acordó es acertada: se ha encontrado una solución eficaz para los dos bancos mayores del país. Se separarán sus activos tóxicos, que irán reduciéndose con el tiempo. Ni el Gobierno de Chipre ni los contribuyentes europeos aportarán fondos suplementarios a esos bancos. Así, pues, las pérdidas que queden después de que se hayan eliminado los activos tóxicos habrán de recaer en los acreedores no asegurados de los bancos, que en este caso son los que tienen depósitos de más de 100.000 euros (130.000 dólares).

Aunque Chipre es demasiado pequeña para afectar a los mercados financieros mundiales, la crisis habida en ella podría resultar un importante precedente que oriente a las autoridades europeas sobre cómo abordar futuros problemas bancarios. En particular, podría afectar a los planes actuales de “unión bancaria”, que requiere tres elementos: un único supervisor, una autoridad resolutoria común y un sistema creíble de seguro de depósitos. De la crisis de Chipre se desprenden importantes enseñazas respecto de los tres.

En primer lugar, la crisis ha puesto de relieve la necesidad de un único supervisor que no esté mediatizado por intereses locales. El Banco Central Europeo nunca habría permitido a los bancos chipriotas atraer enormes depósitos pagando intereses superiores a los del mercado y después poner todos sus huevos en una misma cesta (Grecia). Era una estrategia de gran riesgo sin una red de seguridad.

En segundo lugar, si bien existe un debate sobre cómo crear un único mecanismo resolutorio para los bancos de la zona del euro, los acontecimientos han mostrado que el BCE desempeña ya ese papel de facto. Ningún banco con dificultades puede sobrevivir, si el BCE no le concede ayuda en materia de liquidez de emergencia o la renueva.

Naturalmente, esa acumulación de poder en manos de una institución completamente independiente no es ideal desde el punto de vista de la rendición de cuentas democrática, pero debe hacer de incentivo suplementario para que los Estados miembros de la zona del euro acuerden la creación de una autoridad resolutoria de verdad común con suficientes fondos para resolver los problemas incluso de los mayores bancos de forma ordenada.

Por último, la rebelión de los pequeños ahorradores de Chipre puso de relieve la necesidad de un sistema creíble de seguro de depósitos. La directiva de la UE que establece la protección de los depósitos bancarios hasta 100.000 euros no constituye una garantía europea; sólo obliga a los Estados miembros a crear un sistema de seguro de depósitos en el nivel nacional.

Sin embargo, ha habido en realidad la impresión errónea de que “Europa” protege de algún modo a los pequeños depositantes. Ahora bien, al menos hasta ahora ni siquiera se había debatido sobre un sistema común de seguro de depósitos, porque no se consideraba esa cuestión un problema urgente. Lo ocurrido en Chipre ha destrozado esa complacencia. La de dejar el seguro de los depósitos exclusivamente en el nivel nacional ya no es una opción válida.

De lo sucedido en Chipre se desprende una enseñanza más general: en vista de la reacción de los mercados financieros ante el desplome de Lehman Brothers en 2008, había llegado a ser axiomático entre las autoridades europeas que no se debía dejar caer banco alguno en la insolvencia, pero los mercados financieros reaccionaron con calma ante la noticia de que por primera vez incluso los depositantes en un banco de la Unión Europea perderían parte de su dinero (y en Berlín y en otros países de la Europa septentrional se la recibió con regocijo).

Así, pues, la enseñanza fundamental para las autoridades europeas es la de que se puede “rescatar” a los acreedores de un banco. No se ha reconocido oficialmente, pero el Presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, ministro de Hacienda de los Países Bajos, lo dejó claro, al decir que, después de lo sucedido en Chipre, Europa debía volverse más valiente a la hora de rescatar a acreedores de bancos.

Esa comprensión –la de que el contribuyente europeo no tiene que salvar todos los bancos con problemas– podría tener un efecto muy beneficioso, porque la resistencia de Alemania a una unión bancaria se debe al miedo de que los contribuyentes alemanes se vieran obligados a financiar indirectamente las pérdidas de bancos de países con problemas de la periferia de la zona del euro. Ahora ese temor puede disminuir.

La crisis de Chipre representa un caso extremo y especial en muchos sentidos, pero es probable que la forma como surgió el problema y la solución que al final se adoptó tenga consecuencias muy importantes para la forma como Europa abordará sus problemas bancarios.

Las opiniones expresadas aquí son las del autor y no necesariamente las del Foro Económico Mundial. Publicado en colaboración con Project Syndicate.

Autor: Daniel Gros es director del Centro de Estudios Políticos Europeos.

Imagen: Depositantes esperan en la línea de un banco en Chipre REUTERS/Bogdan Cristel

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