¿Por qué al hacernos mayores empiezan a gustarnos el sushi o las pasas? Así evoluciona nuestro gusto
Image: REUTERS/Issei Kato
Renegabas de ellos en la infancia. Y de pronto, siendo ya adulto, te das cuenta de que el pimiento, el queso azul, la coliflor o el pescado no tienen sabores tan horrorosos como los recordabas. Es más, parece que podrían empezar a gustarte. ¿Por qué parece que se ha refinado con el tiempo nuestro paladar?
Lo creas o no, porque este ha perdido capacidades.
Los niños y el superpoder gustativo que perdemos los adultos
Los estudios muestran que los adultos encajan más o menos en alguna de estas categorías: bajos catadores, en torno a un 25% de la población, medios catadores, el 50%, y un restante 25% de altos catadores. La principal forma de pertenecer a cada uno de estos grupos, aunque hay otras condiciones, es el número de papilas gustativas en la boca del individuo. Aunque cada uno de nosotros tiene un distinto espectro del gusto que los demás dependiendo de su género, etnia y otras cualidades genéticas, más o menos podemos encajar en estas grandes categorías.
En cualquier caso, si los bebés presentan alrededor de 30.000 papilas gustativas en la tierna infancia, al llegar a la edad adulta sólo nos queda un tercio de ellas, y casi todas en la lengua. Para los bebés la experiencia de comer es mucho más intensa que para nosotros, y de ahí su aversión a tomar productos fuertes.
Aunque no todos los sabores son igual de difíciles. “Los niños evitan los sabores amargos y agrios porque tienen paladares mucho más sensibles que los adultos”, explicó en The New Yorker Virginia Utermohlen, investigadora del sabor de la División de Ciencias de la Nutrición de la Universidad de Cornell. También otros apuntan a que los niños rechazan muchas verduras porque sus papilas están amplificando el sabor de las notas amargas de las mismas. No es que sean quisquillosos, es que a nosotros, con su paladar, también nos sabrían mal.
Como sabe cualquiera que ha estado con un niño pequeño, lo que estos piden son sabores azucarados. Los humanos somos especialmente vulnerables en nuestras primeras etapas, y en esa necesidad por adaptarnos y sobrevivir está que los bebés y niños clamen por los alimentos energéticamente más eficientes, esto es, azúcar y umami (el quinto sabor asociado al glutamato monosódico, a los alimentos grasientos, saciantes y ultraprocesados).
El azúcar es el signo de la naturaleza de calorías, y los niños "necesitan más calorías en relación con su peso corporal que en cualquier otro momento de la vida de una persona", explicó en The Guardian el doctor en nutrición Mohammed Moghadasian. A medida que el individuo se hace adulto, y más o menos coincidiendo con la adolescencia, esa querencia por el azúcar va remitiendo.
Entonces, ¿cómo concordamos esa rebaja de nuestras capacidades del gusto y esa especie de refinamiento en el paladar de la edad adulta?
El gusto como músculo y como experiencia cultural
Porque a medida que nos hacemos mayores el gusto se va volviendo más una cuestión cerebral que una reacción física a los sabores. Esto explica, por ejemplo, por qué los adolescentes se sugestionan para que les guste el sabor del café o de las bebidas alcohólicas, aunque son muy difíciles para un paladar infantil, hasta que finalmente les gustan de forma genuina. Esto es así porque, por un lado, le echamos valor al riesgo de probar cosas que van contra nuestros receptores del gusto, y segundo porque abrimos nuevas rutas neuronales con las que realmente empezamos a disfrutar de la amargura o de las sensaciones ligeramente agresivas.
Todos estos procesos tienen un componente de manipulación psicológica y costumbre. Los estudios han demostrado que, según la cultura gastronómica recibida, tienes más desarrollados unos gustos y unas tolerancias, y de ahí que, por ejemplo, los niños mexicanos acepten una cantidad de picante intolerable para muchos adultos europeos.
Hay quien cree que esa apertura del gusto en la adultez está relacionada con el proceso de cambio de nuestro olfato. Al igual que perdemos receptores del gusto con los años, también lo hacemos con los del olfato, y la gente anciana por lo general apenas tiene capacidad olfativa a partir de los 80 años. Sin embargo, estudios que han escaneado cerebros de perfumistas han revelado que las áreas del cerebro relacionadas con la recepción del olor eran más grandes al final de su vida que en etapas anteriores o que de la media de la población madura, lo que nos lleva a pensar que la percepción de estos sentidos no sólo puede mantenerse, sino aumentarse en caso de trabajarse.
En esencia, nuestros paladares adultos importan menos que nuestras perspectivas gastronómicas, y sobre esas tenemos cierto control. Como cuenta Marcia Pelchat, psicóloga sensorial del Centro de Sentidos Químicos de Monell, "el gran predictor de si a alguien le le va a gustar algo como el melón amargo o la cerveza de lúpulo no es su sensibilidad al amargor, es su exposición a él, su motivación y su interés. Es una cuestión cultural".
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