Las vitaminas fugitivas del zumo y otros mitos de la ciencia que creíste 

Oranges are seen at a market in Sao Paulo January 11, 2012. According to the Food and Drug Administration, a U.S. juice producer had detected low levels of carbendazim in orange juice concentrate imported from Brazil, the top grower accounting for more than 10 percent of the U.S. supply.

Image: REUTERS/Paulo Whitaker

Deborah García Bello

Todavía escuchamos con frecuencia (y creemos a pie juntillas) que si una no se bebe el zumo recién exprimido, se le irán las vitaminas. O que el azúcar moreno es mejor que el azúcar blanco. O que las ondas electromagnéticas del móvil producen cáncer. Los rumores y los mitos forman parte de nuestra vida cotidiana y parece que cada persona tiene una explicación distinta para ellos. Algunos son inocuos, pero otros pueden llevarnos a tomar malísimas decisiones con consecuencias nefastas.

Nadie está a salvo de los bulos y del «yo tengo la solución perfecta» para todo. Vivimos en el mundo de la sobreinformación pero nos faltan herramientas para discernir lo que es cierto de lo que no lo es (aunque lo pueda parecer). Y precisamente de todo esto habla el libro ¡Que se le van las vitaminas! Mitos y secretos que solo la ciencia puede resolver, de la divulgadora científica Deborah García Bello.

La autora comenta que, con el paso del tiempo, ha aprendido a valorar el «no lo sé». Asegura que cuando uno no sabe lo suficiente sobre algo o no tiene conocimientos sobre un tema, lo poco que sepa puede llevarle a equívoco. A fin de cuentas, vivimos en el mundo del yolosétodo y la falta de humildad para admitir que, en realidad, no sabemos casi nada.

«Muchos de los mitos con los que me he tropezado tenían apariencia de ciencia. Y ese disfraz científico es muy difícil de apreciar si lo que te cuentan suena de algo. Con frecuencia es casi peor que cuando algo no te suena de nada».

Deborah García Bello, divulgadora científica.

Y esta es precisamente una de las razones por las que algunas personas con formación a menudo creen en mitos y es tan difícil hacerlas entrar en razón.

La autora apuesta por un pensamiento crítico y un escepticismo que mire en todas las direcciones. Considera que no se deben dar por ciertas sistemáticamente las afirmaciones de «los nuestros» y por falsas las de «los otros» y que se deben pedir pruebas de todo. Esa actitud de prevención ante las afirmaciones de cualquiera es, para García, lo que define el pensamiento crítico.

«Pensar críticamente en todas las direcciones no se debe confundir con equidistancia. Por ejemplo, hacer un debate televisivo en el que un antivacunas se enfrenta con un provacunas ofrece una imagen equidistante de una cuestión sobre la que no existe tal equidistancia».

«El provacunas tiene pruebas que respaldan su postura, y realmente no es uno, sino que representa a la mayoría. En cambio, el antivacunas no tiene pruebas; como mucho aportará conjeturas, y representa a una minoría. Un debate de uno contra uno no encarna la realidad de las pruebas ni la de los hechos, sino que presenta una falsa dicotomía. Alguien totalmente ajeno al tema de las vacunas fácilmente puede caer en el error de creer que existe tal debate, con posturas enfrentadas igual de válidas», añade en su libro. Pero esto no es así: ni el supuesto debate existe, ni parece responsable sugerirlo.

Image: Foodinsight.org

De entre los mitos transmitidos de boca en boca a lo largo de las distintas generaciones, uno de los más top es el de la vitamina C. García cuenta que su abuela era la encargada de hacer el zumo en su casa. «Cuando exprimía los zumos, una de las cosas que hacía siempre mi abuela era colocar un plato encima para que no se escapasen las vitaminas», recuerda. «Yo siempre me imaginaba que las vitaminas eran como unos bichillos vivos y bondadosos que podían saltar hacia fuera del zumo y que de este modo no se irían. Es de esos mitos que piensas y mucha gente cree que es así». Pero la realidad es que la vitamina C es una vitamina hidrosoluble y se mantiene disuelta en agua durante mucho tiempo. No va saltando por ahí ni se evapora con facilidad.

Y además, el hecho de que no se degrada nos da una pista de que se use como conservante alimenticio -es el aditivo E-300-. Por lo tanto, quédense tranquilos: podrán tener el zumo recién exprimido, sin refrigerar siquiera, y su vitamina aguantará ahí hasta doce horas perfectamente.

Pero aún hay más, y podemos ver otro ejemplo que explica bien cómo funcionan el pensamiento crítico y el método científico. Esa vitamina, la C, tiene muchas bondades, pero no posee todas las que le atribuimos. Por ejemplo, mucha gente piensa que cura el resfriado. Y esto es algo que la propia García nunca puso en duda, pues siempre que se compraba un antigripal o una aspirina C veía que estos medicamentos llevan esa vitamina y que en su envase rezaba que sirven para tratar esa dolencia.

Se trata del conocido como ‘argumento de autoridad’.

«Lo de que la vitamina C cura el resfriado fue una ocurrencia de Linus Pauling, un químico y Premio Nobel; y si alguien así afirma tal cosa, da igual de dónde se lo saque o si es una ocurrencia suya. Directamente nos lo creemos, porque es una autoridad».

En realidad, esta vitamina no hace que se te cure antes un resfriado, ni ayuda a aliviar alguno de los síntomas. Sin embargo, los medicamentos siguen utilizándola porque el consumidor lo demanda.

La rumorología en torno al zumo de frutas da para mucho. ¿Saludable? Sí. ¿El súmum de la salud alimenticia? Pues no. A raíz de varios artículos y de un informe de la OMS que analizaba la influencia del consumo de azúcares libres en la epidemia de obesidad que padecemos actualmente, García pensó que las personas metabolizan los azúcares del zumo como azúcar libre. «Pero nuestro metabolismo no es tan sencillo», argumenta la escritora.

«Lo que hay que medir en este caso es cómo afecta al índice glucémico. Es decir, si cuando te tomas una pieza de fruta entera, hace que te suba el azúcar en sangre de golpe o de forma paulatina. Y cuando te tomas una pieza de fruta, el azúcar en sangre va aumentando de forma muy paulatina y, por tanto, no afecta a lo que es la glucemia. Por ese motivo, no afecta a la diabetes y no se puede considerar azúcar libre el azúcar presente en frutas y verduras».

Conviene saber también que cuando uno exprime una naranja, la mayor parte de la fibra de la misma se queda en el exprimidor. «Y ese azúcar sí lo metabolizamos rápidamente. No tan rápido como si fuese un refresco de color naranja, pero sí que nos da pico de glucemia. Y fue algo que me resistí a creer porque siempre asocié el zumo a algo saludable y a que te cuiden».

Capítulo aparte merece el «a mí me funcionó». Por poner un ejemplo, esta es una de las cosas que más se dicen de la homeopatía. García explica en el libro que la homeopatía no es ciencia, y que se basa en que una sustancia que es capaz de crear unos síntomas similares a los de una enfermedad también puede ser capaz de curarla. «Y funciona mejor cuanto menor sea la dosis de esa sustancia que recibes», señala.

«Tanto es así que en los preparados homeopáticos ni siquiera hay presencia de ningún tipo de principio activo. Se hacen una serie de diluciones periódicas, una tras otra, y al final acabas haciendo tantas diluciones de una sustancia que el producto que te queda al final no tiene nada de principio activo. Entonces, es imposible que una sustancia que sea 100% agua o, en el caso de pastillas 100% azúcar, pueda tener actividad farmacológica».

Aun así, es fácil encontrarse con gente que la consume y que no sabe realmente lo que es, ni cómo se fabrica, y que afirma que a ellos les funciona. ¿Por qué? Por lo que conocemos como el efecto placebo. Cuando vas al médico porque te duele todo el cuerpo y, solamente con que el doctor te vea y te haga un diagnóstico, ya parece que te sientes mejor.

«Cuando algo creemos que nos está curando, ese algo minimiza los síntomas y el dolor. Y esto es algo que tenemos en cuenta a la hora de validar la eficacia de los medicamentos, que se analizan con respecto al placebo. En el caso de la homeopatía, ningún preparado homeopático ha superado al efecto placebo. Es decir, es lo mismo tomarse un preparado de este tipo que agua o una pastilla de azúcar».

En resumen, no parece sensato evaluar si algo funciona o no a partir del resultado totalmente subjetivo que le dio a una persona. Piénselo por un momento. ¿Acaso no sería, cuando menos temerario, evaluar un medicamento porque a una persona le hubiera funcionado en lugar de practicar con grupos de población muy grandes lo que se conoce como el método científico? «En el caso de la medicina, siempre se hace un ensayo clínico. Por ejemplo, el ensayo de doble ciego, en el que a un grupo de pacientes se les da el medicamento que se quiere evaluar, y a otro grupo se les da un placebo -algo con apariencia idéntica a la del medicamento pero que carece del principio activo-». Y ni los pacientes ni los científicos o médicos que están haciendo ese ensayo saben hasta el final de la prueba quién está tomando placebo y quién el medicamento.

La sombra de los mitos de la ciencia es muy alargada. Pero uno de los que resulta más inverosímil es, sin duda, el tema del alcohol. La población se resiste a creer que esta sustancia es perjudicial para la salud. García apunta que no queremos creer que es potencialmente cancerígeno y que parece que estamos en el mismo punto en el que estábamos con el tema del tabaco hace años. Y es que, por increíble que parezca, hace varias décadas el tabaco era publicitado incluso por médicos, que decían que era bueno para los pulmones y para la salud en general. Ahora, sin embargo, cualquier fumador es totalmente consciente de que está atentando contra su propia salud, aunque le cueste dejar ese vicio.

«El alcohol tiene el añadido de que es un bien cultural y gastronómico, y nos resistimos a creer que cada vez que tomamos una copa de vino estamos haciéndonos daño. No hay ni un solo estudio serio que hable de que haya alguna verdadera bondad en el consumo de vino. Sí que puede tener alguna sustancia interesante, pero el alcohol lo eclipsa absolutamente todo».

Por esa razón, le parece indignante que el vino y la cerveza aparezcan en la pirámide nutricional española, aunque sea recomendando su consumo moderado u ocasional.

Otros mitos extendidísimos entre la población son, además, bastante peligrosos. Aquí podría incluirse el de que el bicarbonato sirve para blanquear los dientes. «Es el típico truco que te cuentan las colegas o que encuentras por Internet. Yo lo usé, sin saber que era algo bastante dañino para el esmalte. Usar bicarbonato, que son sales como piedrecitas, erosiona muchísimo el esmalte. Y esa es la verdadera razón por la que uno que empieza a usarlo podría tener la sensación de que está blanqueando su dentadura», cuenta García.

¿Y quién no ha oído hasta la saciedad que el acné que tuvo en la adolescencia venía provocado por su costumbre de comer mucho chocolate o chorizo? Falso. «Sí que hay evidencia que relaciona los alimentos de alto índice glucémico, esos que tienen muchísimo azúcar, con el acné. Pero el cacao y los alimentos grasos, en sí mismos, no».

La lista es interminable. Otro clásico es el de creer que calentar la comida en el microondas es malo (y peligroso). Cuando el primer microondas llegó a su casa, García lo vio con escepticismo. Le parecía raro y sospechoso que algo pudiera calentar la comida tan rápidamente, acostumbrada como estaba a los tiempos que le da un horno convencional, por ejemplo. Creía que le podía hacer daño, y no es la única. «Mi hermano y yo hicimos el experimento de meter un teléfono dentro del microondas y llamar desde fuera, a ver si sonaba. Y que si sonaba era porque se escapaban las microondas. Y eso solo quiere decir, en realidad, que la radiación de móvil. Tiene una frecuencia totalmente diferente, sí que puede entrar y salir», apostilla.

Luego, estudió el tema y descubrió que la radiación de microondas es poco energética y que no puede causarnos ningún tipo de daño. Lo único que podría hacer, como mucho, es causarnos una quemadura. «Pero no puede dañar nuestra salud. Ni se queda metida en los alimentos, porque es solo radiación, no una bacteria. Por lo tanto, cuantas más cosas sabes, menos miedos tienes».

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