Salir de la contradicción europea
Image: REUTERS/Jonathan
La Unión Europea parece una construcción en permanente equilibrio inestable, sujeta a la constante tensión entre, por un lado, los Gobiernos y los intereses nacionales y, por otro, los intereses y las instituciones comunes. Para los detractores del proyecto de integración, esta tensión pone en evidencia la débil legitimidad democrática de sus instituciones, que no se sustentan en la existencia de un verdadero pueblo europeo. Por ello, cualquier transferencia de poder hacia lo supranacional sería ilegítima, o en todo caso instrumental, válida sólo en la medida que amplifique los intereses nacionales. Desde este punto de vista no cabría hablar de democracia europea, pues no habría más democracia que la interna.
Esta es la lógica con la que, por ejemplo, el Reino Unido ha percibido tradicionalmente la integración europea, y no deja de tener cierta justificación: el muy denostado Estado moderno es el producto de cientos de años de historia que han culminado, al menos en Europa, en una institución eficaz a la hora de garantizar la libertad política y la protección social del individuo, por lo que cualquier limitación de sus competencias debe hacerse con la máxima cautela.
Y sin embargo, hoy en día son cada vez más numerosas y graves las cuestiones para cuya resolución el marco nacional es insuficiente y en los que el intento de síntesis intergubernamental de los diversos intereses nacionales tan sólo lleva a la parálisis, pues estos se neutralizan entre sí. Baste citar como ejemplo, entre otras áreas, la trabajosa gestión de la respuesta a la crisis del euro en los últimos años.
Debemos pensar el espacio político también en términos europeos, lo cual, en democracia, significa hacer posible el surgimiento de un electorado europeo que no sea una agregación de electorados nacionales.
”Pero dar una respuesta europea que no sea una yuxtaposición de respuestas nacionales exige un salto cualitativo. Debemos pensar el espacio político también en términos europeos, lo cual, en democracia, significa hacer posible el surgimiento de un electorado europeo que no sea una agregación de electorados nacionales. En la práctica esto se traduce en la creación de una circunscripción electoral única a escala de la Unión.
Para el desarrollo de esta idea se abre actualmente una doble oportunidad. En primer lugar está el debate en torno a la arquitectura institucional del euro. Como es sabido, el funcionamiento de la moneda única adolece de una serie de defectos estructurales que han contribuido a crear las condiciones y a agravar los efectos de la pasada crisis económica. En el seno de la Eurozona se está discutiendo la manera de superar estas deficiencias, y para ello cada vez más se abre paso la idea de la creación de una verdadera autoridad financiera europea (un “Ministro europeo del Euro”, aunque todavía subsisten grandes diferencias acerca de lo que esto significa en la práctica). Pues bien, los más europeístas consideran que el control democrático de esta figura debería corresponder a una formación del Parlamento Europeo compuesta por los representantes de los 19 países que comparten el Euro, y no a mecanismos intergubernamentales que corren el riesgo de perpetuar la lógica confrontacional que hemos vivido en el pasado.
La segunda oportunidad la ofrece, paradójicamente, la salida del Reino Unido de la Unión, que plantea el destino que cabe dar a los 73 euroescaños que le corresponden en el Parlamento Europeo. Así, los gobiernos italiano y francés han propuesto que estos no se amorticen, ni se repartan entre los restantes Estados miembros, sino que sean elegidos mediante listas electorales europeas únicas, lo que obligaría a los partidos políticos europeos a organizarse realmente como tales, y no como coaliciones de partidos nacionales. Esta iniciativa podría, además, ponerse en relación con la anterior, el control democrático del euro, si hay voluntad política y consenso para ello.
Estos dos elementos que surgen en el panorama político actual ofrecen la ocasión de comenzar a superar el permanente desequilibrio de la Unión, haciendo a cada uno de los dos niveles políticos, el europeo y el nacional, más responsables de sus decisiones ante su electorado respectivo, y por tanto mejorando la gobernanza democrática europea y nacional. No se trata de reformas menores, sino de enorme calado, pero los desafíos a los que se ha enfrentado la Unión en los últimos años plantean la necesidad de una refundación de la Unión Europea que vaya más allá de las soluciones incrementalistas y que dé elementos de respuesta a sus contradicciones internas.
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