Si, podemos poner fin a la epidemia del SIDA
Image: REUTERS
La pandemia de sida se cobró unos 36 millones de vidas entre 1981 y 2016; una cantidad similar de personas viven con el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH). El año pasado murieron por sida alrededor de 1,2 millones de personas, y otros 1,8 millones fueron infectadas. Aunque estas cifras infunden pavor, hay un dato todavía más asombroso: hoy tenemos esperanzas realistas de alcanzar el objetivo de una “generación libre de sida”. Pero las medidas políticas necesarias deberían acordarse en los primeros días del gobierno del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump.
La posibilidad de poner fin a la epidemia deriva de un importante descubrimiento científico logrado en 2011: quedó comprobado que el tratamiento antirretroviral puede suprimir la presencia del VIH en el torrente sanguíneo de las personas seropositivas hasta un punto tal en que es muy improbable que lo transmitan a través de relaciones sexuales o agujas compartidas. Este hallazgo confirmó el concepto de “tratamiento como forma de prevención”. Administrar terapia antirretroviral a una proporción de individuos seropositivos suficientemente alta no sólo permite salvar sus vidas, sino también cortar la transmisión del virus y poner fin así a la epidemia.
Sobre esta base, los especialistas en sida desarrollaron dos ideas cruciales: “90-90-90” y la “cascada terapéutica para el sida”. El programa 90-90-90 busca asegurar que para el año 2020, el 90% de todas las personas infectadas con VIH sepan que lo están (el primer 90); que el 90% de los que saben que están infectados reciban tratamiento antirretroviral (el segundo 90); y que en el 90% de los que reciban ese tratamiento se logre suprimir la presencia de VIH en la sangre. La idea de la cascada es que si se logra cada uno de los tres “90”, la proporción de personas seropositivas con supresión viral sería 90% x 90% x 90%, igual a 72%.
Asegurar que el 72% de las personas infectadas no puedan transmitir el virus pondrá un freno a la epidemia de VIH/sida. Y si el 90-90-90 de 2020 se transformara en 95-95-95 en 2030, la proporción de personas seropositivas que no pueden contagiar a otros aumentaría a 86%. La actual epidemia se detendría, igual que una epidemia de sarampión entre niños de una gran ciudad se termina cuando el 80% de los niños están vacunados, aunque el 20% restante no lo estén. Seguiría habiendo algunos casos, pero la catástrofe del sida sería cosa del pasado.
El objetivo de llegar a 90-90-90 en 2020 y a 95-95-95 en 2030 es realista, siempre que los países se esfuercen en lograrlo. Suecia anunció hace poco que llegó a la meta de 90-90-90. Muchos otros países de altos ingresos están cerca. Con ayuda internacional y campañas nacionales, podemos lograr el 90-90-90 no sólo en los países de altos ingresos sino también en los países en desarrollo.
En la mayor parte del mundo, el desafío más grande es asegurar que en 2020 al menos el 90% de las personas seropositivas hayan recibido diagnóstico (el primero de los tres “90”). Para ello es necesario ayudar a las personas sintomáticas o que están en alto riesgo a acudir al sistema sanitario para hacerse la prueba del virus.
Cuando una persona con VIH recibe diagnóstico positivo, lograr el segundo 90% (terapia antirretroviral) depende ante todo de la disponibilidad de fondos y personal; con un presupuesto sanitario suficiente, es posible poner las medicinas a disposición de todas las personas infectadas.
Lograr el tercer 90% (supresión de la carga viral) depende sobre todo de que las personas respeten el régimen de tratamiento antirretroviral. Eso puede demandar la provisión de apoyo social, para alentar a los pacientes a seguir tomando los medicamentos aun cuando se sientan sanos, y garantizar un suministro oportuno y accesible de medicamentos.
Hay una nueva herramienta de salud pública muy eficaz que puede ayudar a lograr los objetivos 90-90-90 incluso en poblaciones pobres y alejadas: la combinación de trabajadores sanitarios comunitarios y teléfonos inteligentes. Lo primero son residentes locales con un nivel de educación secundaria como mínimo, a los que se capacita durante unos pocos meses para trabajar con desafíos sanitarios específicos, por ejemplo identificar a personas que pueden tener infección por VIH, llevarlas a una clínica para que se hagan la prueba del virus y ayudarlas a cumplir los protocolos médicos. Y las nuevas aplicaciones para teléfonos inteligentes pueden simplificar esta tarea.
En las áreas rurales de África, donde suele haber gran escasez de médicos y la incidencia de sida es generalmente alta, está comprobado y documentado que estos trabajadores sanitarios tienen un alto potencial de salvar vidas. Además, es un buen inicio profesional para los jóvenes; si bien la remuneración inicial es muy modesta (quizá cien dólares al mes), la experiencia y la capacitación obtenidas pueden ser el inicio de una carrera futura con un mayor nivel de educación (por ejemplo, mediante formación en enfermería), habilidades e ingresos.
Pero a pesar de la posibilidad de poner fin a la epidemia de sida, hoy el mundo está en un limbo. Lamentablemente, lo normal de los gobiernos no es plantearse metas audaces y buscar medios para lograrlas, sino mantener el statu quo. Hace dieciséis años, el statu quo implicaba que la mayoría de las personas pobres con sida no recibirían casi ningún tratamiento, por falta de financiación. En aquel momento recomendé la creación de un “Fondo Mundial” para financiar el tratamiento para el sida, idea que fue adoptada y ayudó a iniciar una era de control del sida en África.
El gobierno del presidente George Bush (hijo) en los Estados Unidos hizo un compromiso financiero sustancial para la lucha contra el sida, y así el Fondo Mundial y los programas de Estados Unidos, juntos, ayudaron a millones de personas a obtener acceso al tratamiento. Pero tras el estallido de la crisis financiera de 2008, la provisión estadounidense de fondos se amesetó con el presidente Barack Obama, y la lucha mundial contra el sida quedó a medias. Llegado 2016, más o menos la mitad de todas las personas seropositivas reciben tratamiento antirretroviral, muy lejos de la meta del 90%.
El próximo gobierno de Trump debe aprovechar la oportunidad histórica de ayudar a poner fin al sida mediante un modesto compromiso financiero de los gobiernos y otros aportantes. Es probable que sumando todas las fuentes de financiación, baste un adicional de diez mil millones de dólares al año; Estados Unidos sólo tendría que aportar unos tres o cuatro mil millones de dólares anuales.
Ya veo a los escépticos decir que es difícil imaginar a Trump promoviendo esta iniciativa; pero, francamente, ¿quién hubiera imaginado hace quince años que Bush sería el principal impulsor del aumento de la financiación para la lucha contra el sida? La historia está llena de sorpresas, tanto positivas como negativas. El final del sida puede ser un logro histórico de nuestra generación, si nos esforzamos para conseguirlo.
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