Nuevas guerras, nueva seguridad humana. ¿Nueva Siria?
Image: REUTERS/Abdalrhman Ismail
Los recientes ataques terroristas de Orlando, Niza y Wurzburgo, el intento de golpe de estado en Turquía y la correspondiente purga del presidente Erdogan, han provocado que la cuestión siria se desvanezca de las agendas políticas de las potencias occidentales.
Mientras tanto, el sitio a Alepo demuestra que, como ya sucedió en Afganistán e Irak, la violencia se ha vuelto a cronificar en el seno de Oriente Medio. Devastadoras escaladas se alternan con períodos de relativa calma en los que la amenaza a la integridad física de las personas siempre está presente. Una realidad propia de conflicto irresoluble que se explica a través de dos factores: el interno, que ha determinado la naturaleza de la actual guerra siria y que hace referencia a la toma de decisiones de Bashar al-Assad durante el último lustro; y el externo, marcado por los intereses regionales representados en el binomio irano-saudí, la intervención militar rusa y la inconsistente estrategia de los aliados occidentales, caracterizada por su inacción inicial y sus intentos de promocionar unas negociaciones de paz totalmente infructuosas.
El fracaso de Occidente en la gestión del conflicto sirio responde, principalmente, a una interpretación errónea de las lógicas de la conflictividad armada contemporánea y a la subsiguiente aplicación de políticas de establecimiento de la paz (peacemaking) muchas veces fundamentadas en preceptos de seguridad clásica, que resultan poco efectivas (o incluso contraproducentes) ante los retos que han de abordar. Mientras tanto, los números retratan, día a día, a las partes implicadas: casi cinco millones de refugiados, aproximadamente siete millones de desplazados internos y 400.000 muertos (según el enviado especial a Siria de Naciones Unidas, Staffan de Mistura).
La voluntad sectarizadora del régimen, vigente desde el inicio de las protestas en marzo de 2011, y la influencia regional de escuelas de pensamiento poco dadas a la mesura y la tolerancia, dieron pie a la aparición de un discurso islamista radical en Siria. Un discurso de raíz takfirí que, pese a la progresiva islamización experimentada por la sociedad siria durante los últimos años, nunca había conseguido tener una gran trascendencia. Una amenaza que legitimaba el papel que Assad se había auto-otorgado como garante de la estabilidad sociopolítica, defensor de la multiconfesionalidad del estado y protector de las minorías (alauíes, cristianas, etc.).
Así, el conflicto se enmarcaba en una tendencia hacia la terrorización que pretendía presentar al mundo ante una terrible disyuntiva: o el régimen sobrevive o el Estado Islámico (EI) y demás grupos yihadistas de distinta índole controlarán el corazón del Levante mediterráneo. El espíritu revolucionario y las demandas de la oposición más moderada se iban a ahogar en una violenta lógica de retroalimentación entre despotismos (Khoury, 2014).
En esta empresa, los aliados de unos y otros jugaron, y juegan, un papel fundamental. Assad, que sabe que está librando una batalla a vida o muerte, ha conseguido mantener una indiscutible solidez en sus apoyos internos y externos. Una unidad interna que deriva de la asadización de Siria, fenómeno que ha constituido unas élites políticas, económicas, militares y tribales conectadas por una consistente red de intereses.
Los apoyos exteriores de Irán y el arco chií (en clave regional) y ruso (con intervenciones militares aéreas que revigorizaron y dan oxígeno al régimen), no han hecho más que profundizar en este proceso de dicotomización, del “todo o nada”.
La oposición, en cambio, sufre de una fragmentación multidimensional. La oposición política, tradicionalmente en el exilio, no tiene apenas influencia sobre la oposición armada. Y la oposición armada, además, está conformada por un vasto número de grupos y facciones que sólo responden ante las demandas de sus patronos regionales, fuente de financiación e inspiración ideológica proveniente del Golfo Pérsico. La fuerza de lo que en occidente se ha denominado como oposición moderada, representada por el Ejército Libre Sirio (ELS) y los combatientes que luchaban bajo sus siglas, se ha diluido víctima de los procesos de polarización y apadrinamiento mencionados. Tanto es así, que incluso referentes periodísticos como Robert Fisk han ironizado sobre su existencia.
En la evolución (que no causas) sectaria del conflicto, la idiosincrasia de los distintos actores implicados y los métodos empleados por estos – los civiles son duramente castigados mediante tácticas relacionadas con el aislamiento, el desplazamiento forzoso o, incluso la limpieza étnica – se identifican pautas de las denominadas “guerras híbridas” o “nuevas guerras”. Guerras que, en palabras de Mary Kaldor (2005), no deben entenderse como una confrontación de voluntades clásica, donde un bando busca imponerse al otro, sino como una condición social y económica que se perpetúa en el tiempo en forma de conflicto irresoluble. Guerras que se dan en contextos de desintegración y pérdida de legitimidad del estado, que son luchadas por fuerzas estatales y no estatales, y que construyen nuevas identidades sectarias que debilitan el sentido de comunidad política compartida. Cualquier tipo de intervención exterior, contemple o no el uso de la fuerza, destinada a la protección de civiles y el establecimiento de la paz debe tener muy en cuenta dichos rasgos distintivos. Algo que no ha sucedido en Siria.
Durante el último año y hasta la actualidad, los esfuerzos de la comunidad internacional se han centrado en las "peace talks" de Ginebra, que se han descubierto como un instrumento anacrónico e ineficaz que ha reforzado un statu quo nada predispuesto a acordar el fin de la violencia.
La misma Kaldor (2007) afirma que “existe una suposición de que las nuevas guerras pueden ser resultas por negociaciones entre los bandos, pero en las nuevas guerras los bandos a menudo coinciden posicionamientos extremistas. No luchan unos contra otros. Ambos bandos matan civiles. Y las negociaciones los legitiman. Solemos pensar que o vas a la guerra y un bando es derrotado, o se mantienen negociaciones y se alcanza un acuerdo. Realmente, ninguna de estas opciones es hoy una solución. Todo lo que consigues yendo a la guerra es empeorarla, como ha sucedido en Afganistán e Irak”. Asimismo, la provisión de asistencia humanitaria y las posteriores políticas de reconstrucción que no van acompañadas de un análisis en la línea de lo expuesto acostumbran a acabar reforzando la economía de guerra, promoviendo un ecosistema que se extiende indefinidamente en el tiempo y que beneficia a las partes en conflicto.
Enmarcado en el proceso de preparación de la European Union Global Strategy presentada el pasado martes 28 de junio, el Human Security Study Groupe elaboró el denominado informe Berlín, orientado a repensar la acción exterior europea en el ámbito de la conflictividad armada mediante una aproximación renovada al paradigma de seguridad humana: Second Generation Human Security. Aproximación renovada que, aun manteniendo al individuo, y no al estado, como sujeto a proteger, rebaja las expectativas propias del furor idealista de los noventa e introduce en sus preceptos una buena dosis de pragmatismo. Elementos presentes en este informe pueden arrojar algo de luz sobre cuál habría de ser el posicionamiento de la UE, pero también del resto de potencias occidentales, respecto al conflicto sirio.
La idea principal del texto alude a “la construcción de autoridades políticas legítimas” a través de “medidas específicas” que contrarresten las lógicas de las guerras híbridas o nuevas guerras, asegurando que “el objetivo no es cambiar a los regímenes desde arriba, sino cambiar las condiciones estructurales que producen los conflictos”. Entre las medidas destaca el “apoyo a los esfuerzos locales para negociar los altos el fuego, las zonas seguras y el establecimiento de un poder cívico”. El resto de propuestas, como la aplicación de mecanismos de justicia y accountability entre aquellos que cometen crímenes de guerra o violaciones de DDHH (detener en lugar de matar) o la implementación de políticas que reviertan la “dinámica depredadora de la economía de guerra”, quedan también sujetas a la importancia de implicar al mundo local y a la sociedad civil (líderes locales, activistas, grupos comunitarios, jóvenes, mujeres, profesionales liberales… no sólo ONG’s) en su desarrollo.
La perspectiva del Informe Berlín es sensata y ofrece un camino que vale la pena explorar. Pero da la sensación de que llega tarde para Siria o, al menos, tras infinidad de oportunidades perdidas. La gestión vinculada a la realidad local/civil propuesta por el informe podría haberse puesto en marcha con la colaboración de, entre otros grupos, los Comités de Coordinación Locales (CCL), establecidos por jóvenes activistas en muchas ciudades, pueblos y aldeas. En un primer momento encargados de convocar manifestaciones de protesta contra el régimen, se mostraron contrarios a la militarización de la revuelta y partidarios del empleo de la resistencia civil (Álvarez-Osorio, 2015). A causa de la violencia practicada por el régimen de Assad, pero también gracias a la parálisis de los aliados occidentales, el peso y la influencia de los CCL se fue desplazando hacia el Ejército Sirio Libre (ESL), que a su vez se iba a ver muy debilitado por la progresiva sectarización del conflicto.
Hoy, tras más de un lustro de violencia constante, cargada de intereses creados en base a la división y el odio, que ha castigado duramente al civil y que solo terminará con el colapso de alguna de las partes contendientes, construir nuevas legitimidades basadas en valores de paz y entendimiento se presenta como un reto de ingentes dificultades. Sin embargo, y a pesar de la sólida posición del régimen, nunca debería considerarse un error el intentar forjar, desde una base social y cívica, los cimientos de un futuro más seguro para todos.
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