Platón sobre la moral actual
Hace poco escribí un libro en el que desempolvaba la figura de Platón y le hacía participar en diálogos actuales sobre el tipo de cuestiones que él se planteaba en su época y que siguen inquietándonos.
En primer lugar llevo a mi Platón a las oficinas centrales de Google en Mountain View, California: el «Googleplex». Allí, no solo participa en un debate con un ingeniero de software sobre si se puede responder a temas éticos mediante crowdsourcing, sino que además compra un Chromebook. A mi Platón le encanta la idea de la información en la nube —tan abstracta, tan platónica— y, con su incesante navegar por la red, muy pronto consigue ponerse al día de los avances científicos y técnicos logrados desde la última vez que habló con nosotros.
Pero son los avances en materia de moral los que más le sorprenden. Su pensamiento siempre giró en torno a las cuestiones morales. Para él, el trabajo del «filósofo» implicaba la responsabilidad de un reformador moral. Sin embargo, muchas de las verdades morales que hoy damos por sentadas a él ni siquiera se le habían ocurrido.
Por qué Platón no cuestionó nunca la esclavitud
Por ejemplo, aunque en La República Platón argumentaba que los griegos no debían esclavizar a otros griegos, nunca se planteó la manumisión de los «bárbaros», como denominaban los griegos a los no griegos (porque para el oído griego, todos los idiomas no griegos sonaban algo así como «bar, bar, bar»). Ni a Platón ni a ningún otro griego de la Antigüedad, ni siquiera a su brillante alumno Aristóteles, se les ocurrió nunca poner en tela de juicio la institución de la esclavitud, la tan abominable noción de que una persona pertenezca a otra. Ni siquiera se cuestionó la idea de que una vida griega era más importante que una vida no griega.
Por eso, si de pronto se trasladase a nuestra época, Platón, que opinaba que una vida sin examen no vale la pena ser vivida, tendría que hacer ahora un examen acelerado. La guía de Platón en los medios, una persona verdaderamente nada filosófica, responde a su pregunta de por qué la esclavitud está mal, con palabras que le parecen demasiado obvias: «Una persona es una persona, Platón. La vida de todas las personas es igual de importante, y si no eres capaz de reconocer por ti mismo esta verdad tan simple, ve y pregúntaselo a ellas.» Pero, por muy obvio que pueda parecer, nos ha costado milenios llegar a esta conclusión (y en muchos aspectos todavía estamos en el proceso de asimilarla plenamente).
Repudiando aquel pasado en el que se quemaba a los herejes
¿Cómo lo hemos conseguido? ¿Cómo hemos conseguido admitir colectivamente una «sencilla verdad» que en una época pasada eludieron los moralistas más preclaros? ¿Cómo hemos seguido progresando para que ahora podamos mirar a las generaciones anteriores a la nuestra, que tenían esclavos, que pegaban a sus esposas, que maltrataban a los niños, que quemaban a los herejes, que despreciaban a otras razas, que colonizaban, y sorprendernos de que no pudieran comprender que las personas no deben comportarse de esta forma?
El propio Platón creía que progresamos moralmente a través de la facultad de la razón. Muchos de los mejores filósofos moralistas, desde Baruch Spinoza e Immanuel Kant hasta John Rawls y Peter Singer, estuvieron de acuerdo con ello. El progreso moral, afirmaban, es esencialmente un proceso intelectual, que llega a través de argumentos razonados.
Es una visión que eleva a los filósofos a la máxima categoría social. (Como recordarán, Platón abogaba por reyes filósofos.) Sin embargo, muchos filósofos han rechazado la autocracia de la razón en nuestra vida moral, alineándose con la afirmación de David Hume de que «la razón, por sí sola, es perfectamente inerte». Ningún argumento puramente abstracto puede impulsarnos a hacer algo si no queremos hacerlo. La mente por sí sola no tiene fuerza.
¿Las emociones nos hacen morales?
Entonces, ¿qué nos puede conmover si no lo hacen los simples argumentos? La respuesta evidente es: las emociones. Hay emociones morales, principalmente la empatía, que pueden conseguir lo que no logra el frío raciocinio. Esas emociones nos llevan a tener en cuenta la situación de otras personas porque, siguiera vagamente, sentimos dichas situaciones. Cuanto más sentimos, más moralmente actuamos. El progreso moral, con todo el respeto que merecen Platón y su tropa de sobrios racionalizadores, es un proceso emocional. Si reforzamos nuestra empatía, fomentamos nuestro progreso.
Si pasamos de la razón a la emoción, la filosofía moral deja paso a la psicología moral, un tema para la investigación empírica. Y, con su creciente importancia merced a la incorporación de conceptos de la biología evolutiva, lo que ha ampliado sus métodos de conocimiento, la psicología tiene ahora que ver más que nunca con nuestra moralidad. A continuación voy a resumirlo brevemente.
En primer lugar, sí existe lo que denominamos naturaleza humana, y la explicación reside en la selección natural. Emociones morales como la empatía son el resultado de la ciega labor de la adaptación tanto como lo son nuestra postura erguida y nuestros pulgares oponibles. Pero, para ver cómo funciona realmente la historia de la evolución, debemos trasladar el enfoque de las personas a los genes, que es donde se desarrolla el drama de la selección natural. No se trata tanto de la supervivencia del individuo como de la supervivencia del gen, que se consigue traspasando copias de sí mismo a las futuras generaciones. Los rasgos transmitidos por esos genes que han sobrevivido se convierten en parte de la naturaleza de una especie, incluida la naturaleza humana.
Pensemos, ahora, en la empatía. Es una emoción que sentimos más naturalmente y con más intensidad hacia las personas que comparten una mayor proporción de nuestros genes: nuestros hijos, padres, hermanos, y, en menor grado, la familia extensa y la tribu. Nuestra empatía por las personas genéticamente más cercanas a nosotros es tan fuerte que puede llevarnos a sacrificarnos por ellas, lo que seguramente no sea la mejor estrategia para nuestra propia supervivencia pero se explica desde el punto de vista de los genes. Y así hemos evolucionado para tener ese sentimiento de empatía, aunque lo distribuyamos de forma muy desigual; un sentimiento que se puede modular mediante factores culturales.
«Miserable, cruel y corta»
Pero, por supuesto, la empatía no es la única parte de la naturaleza heredada que influye en nuestra forma de actuar con los demás. Consideremos, por ejemplo, la xenofobia, que también tiene una explicación relacionada con la evolución. Hemos evolucionado a partir de los primates, que formaron comunidades que colectivamente reunieron los recursos que necesitaban para sobrevivir en una especie de vida que Thomas Hobbes describió como «miserable, cruel y corta». En esas circunstancias, más territorio para agruparse y cazar ayuda a sobrevivir, y la mejor estrategia de supervivencia es tratar a los extraños como enemigos naturales, matándolos por prevención antes de que ellos tengan la posibilidad de matarnos a nosotros.
Y así hemos evolucionado no solo con una aguda sensibilidad respecto a quien está en nuestro grupo y quien no, sino también con sentimientos de sospecha e incluso de odio hacia los extraños.
La xenofobia, igual que la empatía, se puede explicar con la selección natural, aunque, como la empatía, se puede modular con factores culturales. Y la xenofobia, igual que la empatía, se experimenta como una emoción moral. Nuestra feroz lealtad hacia nuestro propio grupo a expensas de los de fuera se intensifica cuando los de fuera tienen características que les marcan como genéticamente distantes.
¿Podemos decir, entonces, que la empatía y la xenofobia son emociones igualmente morales, sin apoyar la una ni condenar la otra? Si nos limitamos al ámbito explicativo de la psicología moral, no tenemos otra opción que aceptar este relativismo. Una psicología moral que asegura que puede explicar toda la historia de nuestra vida moral tan solo puede explicar una historia relativista, por ejemplo en la línea del influyente libro de Jonathan Haidt, La rectitud de la mente. Una psicología moral que asegura que puede constituir toda la historia moral no tiene una base para alentarnos a apaciguar nuestra xenofobia natural y reforzar nuestra empatía natural de modo que esta última llegue a los que genéticamente no tienen derecho a nuestro afecto, los que se nos asemejan solo por ser seres humanos.
Nuestros genes no son dueños de nuestro destino
Por lo tanto, no hay ningún motivo para decir que la psicología moral lo explica todo. La selección natural nos ha dotado de emociones que, en el curso de la historia humana, han sido moralizadas, pero esto no significa que todas tengan que serlo. Algunas pueden justificarse y otras no. No existe ningún motivo por el que no podamos tener nuestra psicología moral y nuestra filosofía moral: la psicología moral, para explicar por qué el progreso moral es posible y, a la vez, dolorosamente lento y la filosofía moral, para dejar claro qué es el progreso moral y empujarnos en esa dirección.
Somos seres humanos que razonan y deliberan, y nuestros genes no son los dueños de nuestro destino. Sería muy triste que nos dejásemos deslumbrar por esa expansión del poder explicativo de las ciencias conductuales y cayésemos en la tentación de pensar que pueden explicarlo todo. Esta reducida explicación no solo dejaría de lado la explicación de cómo conseguimos los avances morales en el pasado. Además, y lo que es peor, eliminaría la base que sustenta el duro trabajo de argumentación necesario para ampliar nuestro progreso moral hacia el futuro.
Autora: Rebecca Newberger Goldstein es filósofa y disfruta de una beca MacArthur.
Imagen: REUTERS/John Kolesidis
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