El estado de la pobreza global

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La geografía económica del mundo está cambiando. La eurozona enfrenta el espectro de otra vuelta de estancamiento; Japón ha caído en una recesión, y Estados Unidos, a pesar del desempeño relativamente sólido en la última parte del año, ha generado temores en todo el mundo con su salida del alivio cuantitativo. Mientras tanto, las economías emergentes siguieron teniendo un buen desempeño. La India e Indonesia están creciendo en más del 5% anual; Malasia, 6%, y China, en más del 7%.

La magnitud del cambio global se puede ver cuando se toma en cuenta la paridad de poder adquisitivo (PPA) -una medición de la cantidad total de bienes y servicios que se pueden comprar con un dólar en cada país-. Según las cifras de 2011, difundidas a comienzos de este año, la India hoy es la tercera economía más grande del mundo en términos de PBI ajustado por PPA, delante de Alemania y Japón. Los datos también revelaron que China superaría a Estados Unidos como la principal economía del mundo en términos de PPA en algún momento de este año -un cambio que, según nuestras estimaciones, se produjo el 10 de octubre.

A pesar de este progreso, una gran proporción de gente en los países en desarrollo sigue siendo terriblemente pobre. En términos globales, la línea de pobreza se define como un ingreso diario de 1,25 dólar, ajustado por PPA -una línea que muchos critican por considerarla sorprendentemente baja -. Pero lo que realmente sorprende es que casi mil millones de personas -incluido más del 80% de las poblaciones de la República Democrática del Congo, Madagascar, Liberia y Burundi- viven por debajo de esa línea.

Una razón por la cual la pobreza global ha sido tan inextricable es que sigue estando mucho más allá de la vista de quienes no la viven, un problema prudentemente de otros. El hecho de que la mayoría de los participantes en los debates sobre la pobreza global -incluidos los lectores de esta columna- conozcan pocas personas, si es que las conocen, que viven debajo de la línea de pobreza es un indicio de la magnitud de la segregación económica mundial. Si la pobreza fuera transmisible, su incidencia, a esta altura, sería mucho más baja.

Afortunadamente, un coro de voces, no sólo de grupos de la sociedad civil, sino también de organizaciones internacionales, ha dado lugar a un movimiento global para poner fin a la pobreza. Hoy existe un creciente consenso de que la pobreza global no es sólo un problema de los pobres. Si bien la indignación moral es importante, no es suficiente cuando se trata de diseñar políticas. Los responsables de las políticas necesitan datos e, igualmente importante, la capacidad de analizarlos.

La primera tarea consiste en distinguir entre lo que es posible y lo que no. Por ejemplo, algunos han propuesto incluir la cláusula de empleo para todos los adultos en el marco que da continuación a los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que se dará a conocer en 2015. Este es un objetivo imposible. Todas las economías de cualquier tamaño razonable tendrán algún grado de desempleo. De hecho, una cantidad limitada de desempleo puede ayudar a promover el desarrollo. Declarar al “empleo” un derecho es despojar a la palabra “derecho” de su significado.

Luego debe reconocerse que las economías son complejas y están interconectadas. Consideremos, por ejemplo, una política de gobierno en la que se entregan subsidios, financiados con dinero recientemente emitido, a los residentes de 1.000 ciudades. Esto no necesariamente será un beneficio para la economía en su totalidad. Inyectar dinero podría mejorar el estándar de vida en las ciudades que reciben los fondos, pero hacerlo bien puede elevar el costo de los alimentos en todo el país, lo que haría que los residentes de las ciudades no subsidiadas pasaran a ser pobres. El impacto macroeconómico de las micro-intervenciones es una razón importante por la que persistió la pobreza, a pesar de las intervenciones bien intencionadas para combatirla.

Otra razón por la que la pobreza perdura es una desigualdad persistente -y, en muchos lugares, cada vez mayor-. En 2013, el Banco Mundial, donde me desempeño como economista jefe, ayudó a incluir el término “prosperidad compartida” en el discurso cotidiano al declarar, por primera vez, que todas las sociedades deben hacer del progreso hacia ese objetivo su misión. Sin duda, siempre habrá una cierta cuota de desigualdad en el mundo; por cierto, como sucede con el desempleo, una cantidad limitada es deseable como motor de la competencia y el crecimiento. Pero no se puede más que condenar la desigualdad profunda y generalizada que existe hoy en día.

Según algunos cálculos estimativos, la riqueza de las 50 personas más ricas del mundo totaliza alrededor de 1,5 billón de dólares, el equivalente al 175% del PBI de Indonesia, o poco más que las reservas de moneda extranjera de Japón. Si asumimos que esta riqueza arroja un rendimiento del 8% al año, el ingreso anual de las 50 personas más ricas del mundo está cerca del ingreso total de los mil millones más pobres -en otras palabras, de quienes viven debajo de la línea de pobreza.

Este es un fracaso colectivo. Mientras nos encaminamos al 2015, debemos considerar políticas e intervenciones que pongan fin a esta desigualdad extrema. Debemos hacerlo no sólo por una sensación de justicia, sino también porque, en un mundo aquejado por estas disparidades extremas, sus residentes más pobres pierden su voz, inclusive cuando tienen el derecho de votar. La desigualdad extrema es, en definitiva, un ataque a la democracia.

En colaboración con Project Syndicate.

Autor: Kaushik Basu es vicepresidente sénior y economista en jefe del Banco Mundial, profesor de Economía en Cornell University.

 Imagen: REUTERS/ Mariana Bazo

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