La confianza y la desigualdad social en la crisis

La confianza es esencial para el buen funcionamiento de cualquier economía. La confianza proyectada en los demás alimenta el denominado “capital social” y numerosos trabajos empíricos  han demostrado que dispone de una influencia cada día más explícita sobre la sostenibilidad del crecimiento económico y de los ingresos per cápita. La otra forma de confianza, estrechamente complementaria a la anterior, es la proyectada en las instituciones privadas y públicas. Es fundamental a su vez para el fortalecimiento del sistema económico, a fin de que, independientemente de los altibajos cíclicos por los que atraviesan las economías, no se erosione el cumplimiento de las reglas ni la credibilidad de la actuación de las instituciones.

Esta credibilidad citada en ultimo término está siendo seriamente cuestionada a lo largo de la crisis actual. En realidad, ha descendido a niveles mínimos, por dos razones: la decepción generada por algunas instituciones básicas del sistema económico y las consecuencias que la gestión de la crisis trae aparejadas.

Entre los primeros exponentes se cuentan los bancos o las agencias de calificación crediticia, a los que se suman los supervisores financieros e incluso los gobiernos. Los fallos de los mercados financieros no han sido menos decepcionantes que los de instituciones cuya existencia se basa esencialmente en la confianza. Hoy en día, los sistemas financieros no representan precisamente una fuente de tranquilidad, de transmisión de certeza sino, en algunos casos, de manifiesta decepción e inquietud para los demás agentes económicos.

El aspecto probablemente más decepcionante ha sido la asunción desigual de costos que está originando la gestión de la crisis, especialmente en Europa. Esos fallos o distorsiones en el funcionamiento de los mercados financieros han contribuido a este resultado, pero también las respuestas de política económica. La adopción de políticas basadas en la austeridad a ultranza, aplicadas de forma simultánea en las economías de la eurozona, se ha traducido en un mayor desempleo, y apenas reducido la vulnerabilidad financiera o la deuda pública de los que las han aplicado con mayor determinación.

La manifestación más explícita de esos costos desiguales es la ampliación de la desigualdad en la distribución de los ingresos y de la riqueza. No es una tendencia nueva. Hay trabajos de la OCDE y el Banco Mundial, entre otras instituciones, que demuestran con datos hasta el 2008 que en las décadas anteriores a la crisis la distribución se había hecho más regresiva. La ampliación del endeudamiento de las familias de ingresos medios y bajos aumentó notablemente en los años de la Gran Moderación, junto con las disparidades de los ingresos salariales. Y es precisamente en esos hogares donde el desempleo se ha arraigado en mayor medida y donde ha disminuido más la capacidad de negociación de ingresos de las familias.

Han sido también esos segmentos de población los que más han acusado el impacto de las reducciones en el gasto público de naturaleza social, incluidos los subsidios al desempleo, a lo largo de estos años de crisis, especialmente a partir de 2011, cuando se pone de manifiesto un ajuste mucho mayor que en otras crisis. Es también a partir de ese año cuando se debilitan los estabilizadores automáticos en casi todas las economías de la eurozona.

Y es que, como se había señalado en relación con otras crisis, la vinculación entre las decisiones de consolidación presupuestaria  y el aumento de la brecha en la distribución de los ingresos era clara, con el agravante de que la austeridad aplicada en la gestión de esta crisis ha sido mucho más dura, más depresiva, al igual que más indiscriminada según manifiestan colectivos sociales.

Si, en el caso de EEUU, la mayor desigualdad en la distribución ha coexistido con el estancamiento de la movilidad social, como ha reconocido recientemente el presidente Obama, en los  países periféricos de la eurozona salta mucho más a la vista. La penalización específica de las inversiones en educación no sólo afecta a la movilidad social y la igualdad de oportunidades, sino también al crecimiento potencial de las economías ya que erosiona su capacidad competitiva.

La desigualdad excesiva no es rentable. Genera ineficiencias que no favorecen el crecimiento ni su sostenibilidad a largo plazo. Convendría tenerlo muy presente en lo que queda de gestión de la crisis en Europa.

Este blog pertenece a una serie desarrollada en el ámbito del encuentro anual del Foro Económico Mundial 2014 en Davos, a cargo de Carlos de Vega, editor invitado del Forum:Blog en español, corresponsal sénior y presentador en Deutsche Welle.

Autor: Emilio Ontiveros es Catedrático de Economía de la Empresa de la Universidad Autónoma de Madrid y Presidente de Afi, consultora de asuntos económicos y financieros. Su último libro se titula “Global Turning Points”, Cambridge University Press, con Mauro Guillén.

Imagen: REUTERS/Marcelo del Pozo

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