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La vida como supermercado; una cuestión de estímulo continuo

A child rides in a shopping cart at a supermarket in Sao Paulo, Brazil November 24, 2016. Picture taken November 24, 2016. REUTERS/Nacho Doce - RTSTADU

Image: REUTERS/Nacho Doce - RTSTADU

Gonzalo Toca
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Nuestra sociedad ha promovido desde los años 60 la aspiración de que vivamos la vida con ligereza, dejándonos experimentar y sentir, sumergiéndonos como nadadores prodigiosos en la corriente infinita del presente continuo, dejando a un lado los asuntos profundos hasta que no nos queda más remedio que afrontarlos y silenciando en lo posible a los pedantes y pesados que se obstinan en hacernos pensar.

¿Pero qué es vivir ligeramente? Es un deseo de placer y bienestar, es una forma de comunicarse y es la transformación del mundo físico empezando por nuestros cuerpos y acabando por puentes o carreteras. Este deseo, comunicación y expresión física no son opcionales: los impone la sociedad mediante la seducción. Ahora desarrollaremos con sencillez estas ideas, algunas de las cuales se encuentran en De la Ligereza, el libro de Gilles Lipovetsky que acaba de publicar Anagrama.

La inmensa mayoría de la sociedad exige consumir más y convertir casi todas las actividades en una forma de consumo y moda, que la alianza del estado y el mercado siga garantizando unos niveles de bienestar sin precedentes antes de los años 70 y que exista una amplia oferta de productos y servicios que estimulen constantemente nuestros apetitos mientras la tecnología, los medios de comunicación y la publicidad nos ayudan a vivir siempre en el presente.

Nos quejamos de las empresas y el estado como nos quejábamos de nuestros padres en la adolescencia

Cuando casi todas las actividades se convierten en consumo y moda, las vaciamos del contenido que tenían anteriormente. Esto puede ser negativo —el sexo no es un momento de intenso placer cómplice entre dos personas que saben cómo satisfacerse, sino un pasatiempo para conocer gente sin conocerla realmente; los amigos se confunden con los amigos de Facebook y ser padre se reduce a ser emprendedor por otros medios—, pero también positivo, como demuestra el hecho de que acciones tan tediosas y solitarias como viajar con desconocidos pasen a ser algo divertido y una forma nueva de crear vínculos con los demás.

Lo mismo ocurre con que la alianza entre el estado y el mercado siga garantizando unos niveles de bienestar sin precedentes antes de los años 60. Es obvio que la salud y la esperanza de vida han mejorado en Europa gracias a la expansión de la sanidad pública, que el analfabetismo se ha erradicado prácticamente, que las pensiones han mitigado la terrible pobreza que sufrían antes los ancianos y que el mercado ha generado enormes oportunidades de consumir, de crear y de financiar el enorme gasto público que requiere la ligereza.

Al mismo tiempo, esa exitosa alianza entre el mercado y el estado ha provocado graves conflictos de interés entre la administración y las empresas, y ha trasladado a la población la sensación de que las empresas y el estado deben encargarse de todo y de que son siempre los únicos culpables si algo va mal. Así, no es extraño que todos nos veamos con derechos infinitos y obligaciones limitadas y que, en demasiadas ocasiones, descartemos asumir la responsabilidad de nuestro bienestar, el de la sociedad o el del planeta al que pertenecemos. Nos quejamos de las empresas y el estado como nos quejábamos de nuestros padres en la adolescencia.

La vida como supermercado

La ligereza nos ha procurado, igualmente, una amplia oferta de productos y servicios que estimulan constantemente nuestros apetitos mientras la tecnología, los medios de comunicación y la publicidad nos ayudan a vivir siempre en el presente.

Esta situación de estímulo continuo y de inexistencia de futuro o pasado es la que explica el frenesí con el que vivimos (entre 2000 y 2012, se multiplicó por treinta el número de niños españoles que consumen fármacos contra la hiperactividad), la sensación de desorientación cuando nos paramos un momento a pensar (entonces utilizamos el móvil y consultamos compulsivamente WhatsApp, Facebook o Instagram para mitigar la ansiedad) y la profunda desconexión que sufrimos frente a la generación de nuestros padres, abuelos e hijos.

Comentábamos más arriba que la ligereza también es una forma de comunicarse. Concretamente, es una forma de dar prioridad a los mensajes sencillos, superficiales, emocionales y rápidos en todos los campos de nuestra vida. Esto parece muy abstracto, pero no lo es en absoluto.

Si se privilegian los mensajes sencillos, superficiales, emocionales y rápidos, entonces resultará cada vez más difícil transmitir o entender realidades o sentimientos complejos. Esto significa que cuando queremos hablar de una experiencia que ha removido nuestras entrañas o no sabemos cómo hacerlo o el que nos escuche no entiende lo que decimos. Dirá: no te comas tanto la cabeza.

También significa que cuando los medios de comunicación o los artistas quieren exponer una cuestión complejísima, o no encuentran una audiencia dispuesta a escucharlos o, sencillamente, tienen que presentarla como un espectáculo rápido y fácil de digerir aunque sea amargo. Las televisiones y periódicos han tenido que convertir la crisis de refugiados en el drama y tragedia de los refugiados. Lo han teatralizado para que no cambiemos de canal. Lo mismo puede decirse en sus áreas de los artistas de los museos de arte contemporáneo, de los escritores…

Otro ejemplo más lo encontramos en la educación. Si la convertimos en un producto de consumo ajustado a las necesidades de un cliente que demanda, muchas veces, conocimientos superficiales, emocionantes, rápidos y fáciles de adquirir, entonces la formación y la cultura del esfuerzo también se resienten.

Sin formación, sin cultura del esfuerzo, sin información seria y sin la convicción de que somos nosotros los que debemos asumir la responsabilidad de defender nuestro bienestar… el debate público degenera en lo que ya conocemos: un patio lleno de gritos y unos líderes políticos que no representan programas sino estados de ánimo exaltados (apatía, miedo, indignación). Los estados de ánimo exaltados ni negocian, ni se respetan, ni tampoco pactan un acuerdo de legislatura. Y menos cuando los medios les exigen soluciones espectaculares, rápidas, inmediatas y emocionales, aunque no resuelvan nada o incluso compliquen las cosas a medio plazo.

Si convertimos la educación en un producto de consumo ajustado a las necesidades de un cliente que demanda, muchas veces, conocimientos superficiales, emocionantes, rápidos y fáciles de adquirir, entonces la formación y la cultura del esfuerzo también se resienten

La tercera dimensión de la ligereza es la transformación del mundo físico empezando por nuestros cuerpos y acabando por puentes o carreteras. Aquí es donde entran en juego la emergencia de las dietas y de la delgadez obligatoria, la necesidad de que cualquier estilo de vida saludable sea light o el mandato de que la arquitectura, la decoración, la estética y los productos electrónicos huyan de lo recargado y se vuelvan casi aéreos y minimales.

Otro punto interesante es lo que Gilles Lipovetsky denomina ‘nanopoder’, que no es otra cosa que la enorme influencia que adquieren en nuestra sociedad la manipulación de todo lo diminuto (los genes y los átomos, por ejemplo), lo intangible (los bits, la información, los datos, los flujos financieros mundiales) y lo digital.

Curiosamente, la digitalización del mundo físico que promete internet de las cosas es un ejemplo de cómo la sociedad quiere transformar totalmente el entorno en el que vive vaciándolo de su anterior significado. Los puentes y carreteras, cuando los conectamos a la Red, se convierten en infraestructuras inteligentes.

Morir de éxito

La ligereza es una aspiración forzosa que, irónicamente, no se impone por la fuerza sino por la seducción abrumadora. Antes de convertir el mundo físico en digital, colocamos la seducción en el lugar que ocupaban la disciplina, las órdenes de las instituciones autoritarias (la iglesia, el ejército), la etiqueta obligatoria de las clases sociales (los pobres deben vestirse y comportarse como pobres y los ricos como ricos) y, por último, las ideologías y religiones que exigían militancias fieles y para toda la vida.

Es verdad que la ligereza cabalga a lomos de una influencia y seducción furiosas, y enormes como purasangres negros, pero, curiosamente, también es su éxito extremo el que puede acabar destruyéndola y haciendo caer a la sociedad del caballo.

Una forma de que tenga un éxito extremo es que consiga acallar y arrinconar totalmente a las personas reflexivas y críticas. Silenciar a la disidencia puede silenciar también a quienes exigen que los problemas graves se aborden hoy en vez de dejar que sigan agravándose hasta que el sistema se aproxime a la quiebra por su culpa y no haya dinero para seguir financiando la ligereza. Esto ocurrió en España con la crisis bancaria y está volviendo a ocurrir con la reforma de las pensiones.

Otra forma de éxito extremo es que la sociedad ligera delegue despreocupadamente todo el poder en una élite de insiders y expertos, que son los que deberán ocuparse de cada vez más decisiones complejas y de largo plazo. Aquí nos encontramos con un grupo de personas informadas y con todos los instrumentos de un poder que los ciudadanos se vuelven cada vez más incapaces de controlar o limitar. La principal obligación de esta élite sería acreditar que están preparados, garantizar el bienestar y decir a la población sólo lo que quiere oír.

La tercera forma de éxito que puede matar a la ligereza es que el tremendo bienestar que promete se vuelva contra ella. Los que se sientan excluidos de ese bienestar y esos placeres casi infinitos, que pueden identificarse con los perdedores de la globalización, se sienten insultados y humillados por la seducción de los medios o la publicidad y el estímulo de unos apetitos consumistas que el sistema nunca les permite satisfacer. Entonces es cuando recurren al populismo y votan a personajes como Donald Trump.

Es una ironía increíble que la sociedad de la ligereza sólo pueda morir de éxito, que sólo sea sostenible si fracasa en su impulso de dominarlo todo y que dependa para sobrevivir de las ideas, las palabras, la fuerza y el coraje de los mismos ‘profundos’, pedantes y pelmazos a los que intenta silenciar.

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