‘Sociología del moderneo', una forma consumista de autorrealización

Con la colaboración de Yorokubu.
Alberto G. Palomo
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¿De dónde salieron los modernos de hoy? Cada movimiento tiene un motivo. Ya lo dijeron los padres del historicismo. Ahora, el filósofo y antropólogo Iñaki Domínguez toma el testigo para teorizar sobre ese grupo social caracterizado por las dilataciones en las orejas, los pantalones remangados y las camisas a las que les faltan botones que abrochar.

En Sociología del moderneo (Melusina, 2017) analiza el contexto y los detalles que giran en torno al concepto de ser un moderno. Y hay que concluir que no es nada halagüeño. Si el retrato que se pinta de los milenials es desolador, el que se le hace a esta especie –con una edad comprendida en torno a los 30 años, con trabajos precarios pero molones, con gustos culturales que acarician pero no muerden– da que pensar.

Individualismo, narcisismo, dogmatismo o domesticación política son algunas de sus cualidades. «Si algo se puede decir de los colectivos que van a la última hoy en día es que el pensamiento crítico brilla por su ausencia», avisa Domínguez en las primeras páginas. La estética, las afinidades excluyentes, los lugares de encuentro o incluso el modo de ligar pasan por la óptica de este barcelonés de 36 años, metabolizándose en apuntes certeros, con pies de página y referencias bibliográficas.

"El moderneo es una forma consumista de autorrealización, que satisface unas necesidades que brotan solo cuando otras más primarias (comida, trabajo, alojamiento) han sido satisfechas".

«Alguien puede ser vanguardista, moderno y original sin pertenecer al moderneo. El moderneo es un fenómeno globalizado y, por lo general, no entiende de nacionalidades, al menos de aquellas integradas en el primer mundo. Es un fenómeno propio de las sociedades capitalistas del bienestar», ataca Domínguez.

«El moderneo es una forma consumista de autorrealización, que satisface unas necesidades que brotan solo cuando otras más primarias (comida, trabajo, alojamiento) han sido satisfechas. Es por ello que el moderneo, junto a las tribus urbanas, es un fenómeno que se origina a gran escala solo a partir de los años 60, en una época de crecimiento económico en Occidente. Una vez fueron satisfechas ciertas necesidades, surgieron otras nuevas vinculadas a la autoimagen».

Sección a escrutar: la autoimagen. El moderno de hoy no es nada sin redes sociales. No entendemos por redes sociales un tejido de amistades físicas, sino el uso de aplicaciones como Facebook, Instagram, Snapchat o cualquiera que permita mostrar aspectos de nosotros mismos a una audiencia inmaterial. En ellas, el moderno debe poner lo que come, lo que escucha, el ejercicio que hace o el sofá cuqui donde lee algo mientras toma una tarta de zanahoria.

Todo pasado por el gran santo grial del moderno: los filtros. Sin un toque sepia o una buena saturación de colores nada sabe ni huele igual. «La modernidad es esa era en la que la subjetividad comienza a preponderar», cuenta Domínguez. «Por otra parte, es la era del individualismo, que en los tiempos actuales se manifiesta en la forma de un narcisismo desbocado. Vivimos el agotamiento de la modernidad en su expresión más aberrante: individualismo como narcisismo y representación como imagen mediática».

Poner morritos frente al palo selfi no es patrimonio de veinteañeros. También lo utiliza esta cuña social de carreras universitarias finalizadas y futuro laboral incipiente. ¿Y cómo es este curro por llegar? A tenor de las estadísticas, temporal, mal pagado y con una posibilidad de movilidad mínima. Sin embargo, el moderno sabe sortear esas contingencias: todo lo que hace, según Domínguez, es guay. Los puestos de creativo son su nicho: diseñadores gráficos, guionistas, publicistas… Ejercer de freelances, con sus portátiles siempre en la bandolera, es una opción cool: siempre dispuesto, siempre innovando. A pesar de que la remuneración no dé ni para la magdalena rosa que se desayuna en el coworking.

Entonces nos dirigimos a una derivada inherente: la infantilización. «Es producto de la sociedad de consumo. Dicha sociedad es cada vez más flexible, los trabajos duran menos, las parejas se separan cada vez más, existen más tentaciones e inestabilidad. Todo ello repercute en una identidad más inestable, como la de un adolescente. Además, los jóvenes consumen con más asiduidad y de modo más dinámico. Se aburren antes de todo. A la sociedad capitalista le interesa fomentar dichas actitudes cambiantes y dinámicas a costa de la estabilidad del ciudadano medio», expone.

"Se trata de obtener distinción. En un mundo masificado tenemos pánico a la desintegración existencial. Queremos ser reconocidos por otros, tener entidad, peso social".

«Desde los medios y la publicidad se fomenta la diversión y el hedonismo, valores propios de la juventud. Es por ello que entre los mayores de 35 años cada vez sea más importante ser guay, como si de adolescentes se tratase», arguye.

«También contribuye el discurso absurdo de la psicología cognitivista barata que afirma que “la edad es un número”. De nuevo nos quedamos con la representación y nos olvidamos de los contenidos. La edad no es un número, tiene muchas implicaciones, y muy serias. La última de las cuales supone la propia muerte. Si la muerte es solo un número, apaga y vámonos. Por no hablar de la disfunción eréctil, la falta de apetito sexual, las arrugas, la decadencia del cuerpo, los problemas de movilidad, la falta de una pensión, la necesidad de cuidados, y un millón de cosas más».

Que pase el tiempo y no haya un asidero estable provoca otro de los atributos esenciales del moderno: la necesidad de encontrarse. Psicología de autoayuda, mensajes positivos hasta en las tazas, injertarse en la frente lemas como que «el fracaso es el mayor éxito» o creer ciegamente en el cumplimiento de los sueños son algunos mantras del colectivo.

«El pecado original es la insatisfacción personal», acuña Domínguez. Por eso, manosear el propio estado de ánimo continuamente en busca de respuestas, sin cuestionarse el sistema, o desligarse del plural, evitando la lucha unida, convergen de nuevo en esa enajenación individualista que prefiere el mindfullness a las barricadas. «Domina la idea del libre albedrío, como si uno no dependiese de nadie y a través de la voluntad y el esfuerzo pudiese alcanzar cualquier cosa», anota el filósofo, «una visión mágica del mundo que probablemente corresponda a fases más primitivas de la historia humana».

Llegamos a otro de los puntos sensibles: el ligoteo. El arte de seducción, explica Domínguez, consiste en la altivez. «Se trata de obtener distinción. En un mundo masificado tenemos pánico a la desintegración existencial. Queremos ser reconocidos por otros, tener entidad, peso social. El moderneo, las constelaciones y el consumo de identidades son herramientas del mercado para lograr dicha distinción y escapar a una mimetización con la masa.

Lo curioso es que dicha realización es contradictoria ya que se busca la distinción adoptando y consumiendo identidades estandarizadas a lo largo y ancho del planeta». Algo que culmina en cierto dogmatismo y, sobre todo, frivolidad. «El hípster todavía confunde en cierto grado la identidad que consume (hípster) con su verdadera autoimagen», resume.

De ahí que los barrios por donde se mueven suelen coincidir. En el libro, Domínguez habla del fenómeno Malasaña, ejemplo de cómo un barrio castizo de Madrid ha pasado a ser el epítome de lo moderno, con negocios de logos fluorescentes y cambiantes, pisos a precios inalcanzables y locales de viejo que triunfan entre la nueva clientela.

«Esta ironía es muy conocida», comenta Domínguez refiriéndose a El Palentino, un bar clásico que se llena cada noches hasta la bandera. «De hecho, recuerdo hasta un anuncio de Coca Cola para hípsters en el que se hacía una apología de los bares de viejos para que los jóvenes modernos identificasen sus experiencias con la marca Coca Cola».

Por no hablar del consumo de drogas (encabezado por el éxtasis o MDMA, que se usa «para ligar y follar, más que para bailar al son de música electrónica»), de las bebidas (del gin-tonic a las cervezas artesanales) o de la música (virando del «rollorave» a lo indie).

«La modernidad es esa era en la que la subjetividad comienza a preponderar», resume Domínguez, «la otra cara de la libertad de conciencia en el plano político y el desarrollo de la propiedad privada frente al feudalismo anterior. Se da desde entonces un espacio privado e intocable para el individuo. Desde Kant todo es representación y solo existe la imagen».

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