Educación y habilidades

Los alumnos con necesidades especiales no tienen garantizado un ambiente inclusivo en la escuela

A pupil does handwriting exercises during a language class at a public school in El Masnou, near Barcelona, December 14, 2012. Spain's leader vowed on Friday to press on with an education reform that has fueled separatist sentiment in Catalonia, where politicians were closing on a pact that could lead to a vote on independence. REUTERS/Albert Gea (SPAIN - Tags: POLITICS EDUCATION) - GM1E8CF03RR01

Image: REUTERS/Albert Gea

Carina Farreras
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Educación y habilidades

Las familias denuncian la negativa de algunos centros a reconocer y atender las diferencias

Se acabó el verano. 1,58 millones de alumnos en Catalunya han empezado las clases. Para muchos niños y adolescentes es un día de emociones, que empieza con el abrazo de los compañeros, reencontrados después de las unas largas vacaciones, las palabras del nuevo tutor que seguirá sus pasos, y la mirada de soslayo al aula a la que ya no irán porque ya son más mayores. En la mochila, junto al material de estreno, estrenan las expectativas de un curso con nuevos aprendizajes y ratos felices.

Probablemente sea así para una mayoría. Pero existe una minoría para la que hoy no es un día feliz. Más bien es un día triste al sentirse cautivos en una escuela que no tiene cabida para ellos. Para los maestros, para los compañeros. Niños con necesidades especiales que, en un nuevo curso, cruzarán el umbral de una escuela que aún no es inclusiva. Como señala Carmen Giró, autora de El club de los Superman. El día a día de los niños superdotados el bienestar de muchos alumnos de este perfil “depende de la suerte que tengan con el tutor o con el director”.

Para evitar que sea una cuestión de “azar”, la conselleria elaboró durante años el decreto de la escuela inclusiva que se publicó hace dos –en el tumultuoso octubre del 2017 por una Clara Ponsatí a punto de marcharse del país–. No iba acompañado de una partida económica y ha quedado aguado por las prórrogas presupuestarias. El conseller Josep Bargalló reclama con insistencia un presupuesto para poder empezar a desarrollarlo con los recursos necesarios como la transferencia del conocimiento de la educación especial a la escuela ordinaria y la formación de todo el profesorado en la diferencia. A sabiendas de que la situación está lejos de ser la óptima.

Baste el ejemplo de los menores con altas capacidades, caracterizados por su curiosidad, inquietud por saber, sed de conocimiento. Las familias de estos niños relatan un proceso terrorífico que empieza con su hijo aburriéndose en la escuela y sintiéndose incómodo en el grupo por la exigencia de igualarse a los demás. Negativa de la escuela a reconocer la diferencia, búsqueda de confirmación en gabinetes psicológicos privados. Malas prácticas docentes, encubrimientos de inspectores, planes individualizados que no se cumplen, negativas a acelerar el curso, dificultades para cambiarlos de centro. Presiones, denuncias. Y pánico ante la posibilidad de que, una vez pueden cambiar de escuela, puedan encontrarse con otro centro similar.

Las dos historias de estas páginas ejemplifican esta deriva. Por fin, este curso, los niños que las protagonizan están contentos de ir a la escuela. Esperanzados por la perspectiva de aprender y sentirse queridos.

“Mi hija no es un problema, es una realidad”

“Cuando hablo, mi hija mira mover mi boca pero no me escucha”, explica Elia. “Otros sonidos, además de mi voz, invaden su oídos, el del ascensor o la ambulancia que pasa. Poco a poco ha ido aprendiendo a discernir e ignorar algunas de las percepciones porque todas juntas le crean confusión, irritabilidad. Esa concentración exige un esfuerzo doloroso pero le previene de las crisis sensoriales que en el pasado le provocaban explosiones de ira o lloros incesantes. Al principio, cuando nos decía ‘Me duele el ruido del tráfico’, le poníamos un casco que, con el tiempo, le hemos ido retirando”.

Los profesores de la hija de Elia saben de la sobrestimulación sensorial que padece así que cuando la niña dice que está saturada, se va a una sala tranquila y pasa diez minutos hasta que se calma. En el comedor, a veces, no puede estar. Y come en un aula.

“Son este tipo de acciones que ayudan a mi hija a estar cómoda en el centro”. Los padres con hijos con necesidades especiales, como el de Elia y su pareja, Gonzalo, conocen muy bien a sus hijos. Los han observado. Saben qué funciona y qué no funciona. Han cursado verdaderos másteres en trastornos hasta el punto de que adquieren un rico vocabulario de términos científicos. “En el fondo, te sientes muy solo, incomprendido, todo el mundo sabe lo que debería hacerse (familiares, amigos, maestros) pero sólo tú conoces a tu hijo”.

A los 14 meses, la niña dormía mal, no quería comer, era muy demandante y vivía todo muy intensamente. “Pero sólo yo veía los signos de alarma. La pediatra me tranquilizaba. Al final, te acostumbras a vivir en una realidad paralela, en otra dimensión”. A los 3 años le detectaron un leve autismo, a los 5, hace tan sólo unos meses, altas capacidades. Ve más, oye más... y es altamente competente en áreas como lengua y matemáticas.

Este tipo de padres conoce tan bien a sus niños que sólo quieren intentar ayudar a los maestros, darles herramientas para saber qué hacer en determinados momentos para que, al final, sus hijos se desarrollen en un ambiente de bienestar.

Tuvieron un desastroso paso por una escuela pública que eligieron por su “metodología de experimentación” y “respeto por el ritmo de cada menor”. Dejaron a la niña sin escolarizar durante meses debido a su sufrimiento (chupete a la fuerza, exclusión del aula, autolesiones no detectadas...) y los desencuentros con los docentes, dirección e inspección, lograron trasladarla a mitad de curso a un nuevo centro, el Pau Vila, en Sants-Montjüic, a poca distancia del anterior. “Teníamos pánico a encontrarnos con la misma incomprensión pero nunca les estaré suficientemente agradecida por la atención que tuvieron con nosotros, por su escucha y por su flexibilidad que ha hecho la vida de la niña mucho más agradable. Ahora quiere ir al colegio”. La familia ha entrado en una nueva dimensión. Mejor dicho, el centro (equipo directivo y claustro) ha entrado en su plano paralelo.

No ha empezado el curso y la tutora, Lidia, ya los ha citado. “Es una profesora muy joven que se ha tomado esto no como un problema sino como un reto”. Estuvieron más de dos horas hablando de cómo era la niña, de las estrategias que funcionaban, de las metodologías del centro y de la coordinación con el terapeuta. “Para ellos mi hija no es un problema sino una persona con su realidad”.

“No hemos tenido suerte con los profesores”

“Este año pondré velitas a la Verge de Montserrat”, ironiza Olga, la madre de un adolescente de casi 13 años que empieza hoy 2.º de ESO en el IES Montserrat Roig (Sant Andreu de la Barca). Su hijo, con altas capacidades, ha pasado un calvario desde que empezó el parvulario con 3 años. Este curso promete ser distinto. “Me apetece ir, empezaré de cero”, mantiene la esperanza.

Atrás quedan años de llantos incontenibles, cefaleas, dolores de barriga, incontinencia de orina, ansiedad. Los médicos lo han revisado de arriba abajo, por dentro y por fuera. Pruebas y más pruebas. Nada. El diagnóstico: sano.

“Es un niño tranquilo, bueno, que ayuda a los demás. Le gusta la física (y va a clases los viernes), programar sus videojuegos, jugar a Lego. De niño, habló con bastante precocidad y, con 2 años, ensamblaba puzzles de adultos sin mirar la tapa. Era muy locuaz. Pero nunca le gustó el colegio. Primero lloró semanas enteras. Al final, se adaptó. Luego, no entendía que repitieran la misma explicación varias veces. Era muy rápido. Se aburría”. Cuando verbalizaba eso, los docentes lo excluían del grupo y trataban de meterlo en el mismo carril. “Está muy estimulado, se adelanta y no puede ser”, se quejaban.

Cierto que en casa, se entretenía con los ejercicios de cálculo de su hermana, 5 años mayor. Con sus compañeros se llevaba bien, les ayudaba con las tareas, pero en el patio jugaba solo. “Ve la vida de forma literal. No comprendía, por ejemplo, que lo retiraran de portero de fútbol después de que le marcaran un gol y al siguiente portero, que tampoco pudo impedir un tanto, permaneciera en su puesto. Esas injusticias que otros podemos tolerar se convertían en dolor físico”.

Se instaló en una tristeza permanente. En 2.º de primaria dejó de hablar hasta el punto de que la tutora anotó que tenía problemas de expresión verbal. “¿Por qué tengo que ir a la escuela si no le importo a nadie?”, preguntaba a sus padres que, angustiados, insistían que el equipo de asesoramiento y orientación psicopedagógico le hiciera un informe. “Pero siempre había alguien con una necesidad mayor que la de mi hijo, que en el fondo, sacaba buenas notas y no molestaba a los demás”. Así pasaron cinco años.

Los padres ya tenían el diagnóstico privado de altas capacidades: “¿Quieres subirlo de curso? Hay tantos padres que quieren presumir...” , les espetó la directora. Finalmente, en 6.º, le dieron el informe oficial con el mismo plan individualizado, que quedó “en hacer sudokus mientras esperaba que los otros acabaran”.

En el salto al instituto “tampoco tuvimos suerte con los profesores”, pero sí con una psicopedagoga que le asignaron como cotutora y que es quien les advierte, a finales de curso, que el niño ha expresado su deseo de morir. “Y lo dejó en manos de la psicóloga privada”.

La familia conoció la semana pasada a su nuevo tutor. La dirección ha previsto un plan individualizado para matemáticas. Han acordado que irá a las clases de 3.º y 4.º de la ESO para evitar que el profesor de 2.º atienda a diferentes niveles en la misma clase.

“Tengo un hermano con altas capacidades”, señala la madre. Fui testigo de su inadaptación social. Ahora es un ginecólogo reconocido. Hace poco le regalé el libro ¿Demasiado inteligente para ser feliz?, de Jeanne Siaud-Facchin (Paidós), y me dijo: ahora entiendo muchas cosas. A su sobrino le aconseja: “refúgiate en tus aficiones, desconecta”.

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