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Tiempo de liderazgo climático para el G20

The Eiffel Tower is surrounded by a small-particle haze which hangs above the skyline in Paris, France, December 16, 2016. REUTERS/Jacky Naegelen - RTX2VB6K

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Teresa Ribera
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A comienzos de 2016, Estados Unidos estaba bien posicionado para liderar la lucha global contra el cambio climático. Desde la presidencia del G20 para 2017, la canciller alemana Angela Merkel contaba con que Estados Unidos ayudara a impulsar una profunda transformación de la economía mundial. Incluso después de que Donald Trump resultó electo presidente, Merkel le dio el beneficio de la duda, esperando contra toda esperanza que Estados Unidos todavía fuera capaz de cumplir un papel rector en la reducción de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero.

Pero de la primera reunión de Merkel con Trump no surgieron declaraciones sustanciales, y el lenguaje corporal de ambos envió señales de que las perspectivas futuras de diálogo eran escasas. Tal parece que el eslogan de Trump, “Estados Unidos primero”, en realidad quiere decir “Estados Unidos solo”.

Al revertir las políticas de su predecesor para la reducción de emisiones de CO2, Trump está desarmando el nuevo modelo de gobernanza mundial cooperativa encarnado en el acuerdo climático de París 2015, cuyos países firmantes se comprometieron a compartir los riesgos y beneficios de una transformación económica y tecnológica global.

La política climática de Trump no presagia nada bueno para los ciudadanos estadounidenses (muchos de los cuales ya se movilizan en resistencia a su gobierno) o para el mundo. Pero el resto del mundo seguirá desarrollando sistemas resilientes con baja huella de carbono. Infinidad de actores de los sectores público y privado en los países desarrollados y en desarrollo están trabajando de modo tal que el cambio económico venidero será prácticamente inevitable, y sus agendas no cambiarán sólo por los caprichos del nuevo gobierno estadounidense. La adopción de sistemas de energía limpia sigue vigente en China, India, la Unión Europea y muchos países africanos y latinoamericanos.

Mientras eso se mantenga, las empresas, los gobiernos locales y otras partes interesadas seguirán estrategias basadas en la reducción de emisiones. Aunque las políticas de Trump pueden introducir peligros y costos nuevos para su país y el mundo, no conseguirá prolongar la era de los combustibles fósiles.

Sin embargo, el abandono efectivo del acuerdo de París por Estados Unidos supone una amenaza. La ausencia de un actor tan importante en la lucha contra el cambio climático puede debilitar nuevas formas de multilateralismo, incluso aunque revitalice el activismo climático al volcar la opinión pública internacional en contra de Estados Unidos.

Más en lo inmediato, el gobierno de Trump ha introducido riesgos financieros considerables que pueden obstaculizar los esfuerzos para la solución del cambio climático. Su proyecto de presupuesto limita la financiación federal para el desarrollo de energías limpias y la investigación del clima. Asimismo, sus recientes decretos minimizan el costo financiero de la huella de carbono para las empresas estadounidenses, al cambiar la fórmula para el cálculo del “costo social del carbono”. Y su administración insistió en eliminar toda mención al cambio climático de una declaración conjunta de los ministros de finanzas del G20.

Todas estas son decisiones imprudentes que plantean un serio riesgo para la economía estadounidense y para la estabilidad mundial, como hace poco destacó el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres. El sistema financiero estadounidense ocupa un lugar central en la economía mundial; Trump quiere retrotraernos a un tiempo en que los inversores y el común de la gente tomaban decisiones financieras sin tener en cuenta los riesgos referidos al cambio climático.

Desde 2008, el marco regulatorio adoptado por Estados Unidos y el G20 ha apuntado a una mayor transparencia y a mejorar la comprensión de los riesgos sistémicos que pueden afectar al sistema financiero internacional, con particular énfasis en los asociados con el cambio climático y la dependencia de los combustibles fósiles. La comunidad financiera misma se ha puesto como prioridad desarrollar normas de transparencia más estrictas y mejorar las herramientas de evaluación de riesgo. La implementación de esas reglas y herramientas nuevas puede acelerar la tendencia general de anulación de inversiones en combustibles fósiles, garantizar una transición fluida a una economía más resiliente y respetuosa del medioambiente, y aportar confianza y claridad a los inversores de largo plazo.

Dado el aumento de riesgos financieros que supone el cambio climático, resistir el decreto de Trump que busca derogar las normas de transparencia para Wall Street debe ser prioritario. El hecho de que Warren Buffet y la compañía de gestión de activos Black Rock hayan advertido sobre los riesgos que plantea el cambio climático a los inversores hace pensar que la batalla todavía no está perdida.

Crear el G20 fue buena idea; ahora, ha llegado la hora de que enfrente su mayor desafío. Depende de Merkel y otros líderes del G20 superar la resistencia estadounidense (y saudita) y mantener el rumbo de la lucha contra el cambio climático. Pueden contar con el apoyo de algunos de los más grandes inversores institucionales del mundo, que parecen coincidir en la necesidad de aplicar un marco transicional de autorregulación. Los otros líderes mundiales deben idear una respuesta coherente a Trump y seguir estableciendo un nuevo paradigma de desarrollo compatible con los diferentes sistemas financieros.

Al mismo tiempo, la UE (que este año celebra el 60.º aniversario del Tratado de Roma) tiene ante sí una oportunidad de pensar en el futuro que quiere construir. Es verdad que son tiempos difíciles, pero todavía podemos decidir en qué clase de mundo queremos vivir.

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