Agile Governance

¿Por qué no es raro que los trabajadores voten a la ultraderecha?

Construction workers await the arrival of Britain's Queen Elizabeth at the National Cyber Security Centre from a nearby building in London, Britain, February 14, 2017. REUTERS/Hannah McKay - RTSYL1Y

Image: REUTERS/Hannah McKay

Borja Ventura
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Es posible que conozcas Marsden, aunque no lo sepas. Es una pequeña aldea de menos de 5.000 habitantes en mitad de un paraje de frondosa vegetación al noroeste del Reino Unido, reconocido oficialmente como uno de los lugares más paseables del condado de Lancashire. Y sí, aunque nunca hayas pisado sus calles empedradas llenas de musgo, seguramente las hayas visto de pasada en el cine: parte de las localizaciones fotográficas de Un monstruo viene a verme se hicieron allí.

Pero lo que hace de Marsden un lugar especial no es sólo su efímera notoriedad cinematográfica, sino algo más complicado: es el último rincón en que el BNP, el partido filonazi británico, tenía representación. A Brian Parker —que así se llama el representante— le entraron sin embargo las dudas de su afiliación: hace algunos meses solicitó constar como ‘independiente’ por desavenencias con la formación.

Por cosas como esas el BNP es ahora un partido en decadencia después de una irregular trayectoria, cuya cumbre tuvo lugar hace no demasiado cuando los británicos mandaron a dos de sus miembros al Parlamento Europeo. Se trataba de Nick Griffin y de Andrew Brons, elegidos respectivamente por las circunscripciones del Noroeste de Inglaterra —donde se encuadra también Marsden— y la de Yorkshire and the Humber —justo al Este—. No son las únicas zonas por el norte de Inglaterra donde los ultras han sacado tajada en estos años: condados enteros como Yorkshire y circunscripciones concretas como Burnley —también en Lancashire— o Dewsbury han seguido una estela similar.

Un poco más al sur, en esa franja antaño cubierta de fábricas, el color de los votos cambia: ahí no dominó el BNP, pero sí lo hizo UKIP (en color morado en el mapa), otra formación de corte ultranacionalista responsable de la campaña a favor del brexit.

Del voto ultra al antieuropeo

El euroescepticismo británico, sin embargo, tiene mucho más arraigo que el de un voto impulsivo y supuestamente inesperado. Tanto el BNP como UKIP son partidos irrelevantes en el panorama nacional: sólo han aflorado en comicios europeos, cuando pocos votan —nunca más del 38% del censo— y, los que lo hacen, lo hacen contra la UE. De aquellos polvos, estos lodos.

Pero, condicionantes al margen, hay un patrón: todas esas zonas coinciden con el trazado del antiguo cinturón industrial del norte de Inglaterra, regiones de marcado carácter obrero que, en muchos casos, ha visto cerrar a las grandes factorías que les hacían de sostén laboral y económico. Allí arrancó la revolución industrial y, con el tiempo, allí arrancaron los sindicatos y la toma de conciencia de la llamada clase obrera.

De hecho, los orígenes de Dewsbury o Marsden, por ejemplo, tienen que ver con la presencia de factorías textiles que hoy ya no existen. Muchas zonas de esa vasta región parecen un cementerio de viejas factorías, sustituidas en muchos casos por nuevas máquinas de producción industrial en la que no toda la mano de obra tiene cabida, o no en las condiciones que querría tenerla.

Un poco más al sur de Yorkshire, ya en pleno cinturón, está Rotherham, una gran ciudad de unos 250.000 habitantes que votaron de forma aplastante a favor del brexit. En concreto, el 68% de los votos allí pidieron que Reino Unido abandonara la Unión Europea. Y mucho más al sur, en ese Londres horrorizado por el resultado del referéndum, hay otros reductos donde la derecha más nacionalista también tiene predicamento. No es, por tanto, cosa de zonas rurales aisladas.

Las de la capital son zonas como Barking, un suburbio en el que hay zonas con más habitantes de origen paquistaní que británicos, o Dagenham, donde ocurre justo lo contrario a pesar de que la inmigración también ha tenido peso histórico. Zonas obreras, en cualquier caso, alejadas del cinturón industrial del norte, y con problemáticas distintas: si allí es la decandencia de zonas productivas anticuadas, aquí es el peso de la crisis económica y el impacto de la inmigración urbana.

Ambas zonas —el norte industrial, el sur urbano—, con sus distancias y diferencias, reflejan una constante política que sigue sorprendiendo a muchos hoy en día: por qué los trabajadores desfavorecidos acaban votando a la derecha, en ocasiones incluso a la más extrema y nacionalista. Porque si pasa hasta en Reino Unido, la cuna del sindicalismo y allí donde dio con sus huesos padre del comunismo, es por algo.

Francia, Alemania, España

Hace unos días Francia ofrecía el enésimo ejemplo de un grupo de obreros abrazando posiciones extremas a la derecha. Emmanuel Macron salió abucheado de una visita a una fábrica en Amiens, su ciudad natal, después de reunirse con los líderes sindicales. Marine Le Pen fue vitoreada por los trabajadores en el parking justo mientras Macron estaba en la sala de reuniones. El contexto: la fábrica estaba en huelga como protesta por el anuncio de cierre de Whirlpool y el traslado de las instalaciones a Polonia, donde la producción resulta más ventajosa para los gestores.

Es cierto que Macron es un exbanquero de élite de origen acomodado, más apoyado entre la burguesía urbana que por los trabajadores ‘de provincias’, pero eso no basta para explicar el rechazo que vivió el candidato. La clave para entender la reacción consiste en identificar cuál es la amenaza por la que temen los trabajadores, y es algo que Le Pen —como muchos ultraderechistas— hacen sin ambages: el enemigo exterior.

Flashback: salto a la Alemania de entreguerras. Era un país industrial totalmente arruinado, exprimido por la larga guerra perdida y humillado por las sanciones impuestas. La inflación, el paro y la frustración cundían por doquier, hasta que un político con talento para la oratoria supo dar con la clave: primero recuperar el orgullo patriótico, y segundo señalar a un culpable —en este caso no sólo los enemigos que les derrotaron, sino también un colectivo, el judío, al que acusaban de usura responsable del empobrecimiento del país—. El resto es historia.

Al activar esas teclas las consecuencias eran inevitables: expansión nacionalista, persecución racial y, en última instancia, la guerra. Pero ninguno de esos escenarios eran negativos para ese líder: pocas industrias son tan rentables como la bélica, donde el paro desaparece y la producción se multiplica, todo ello en una economía de austeridad para todo lo demás. El partido nazi era fundamentalmente obrero, porque fue el partido nazi el que supo responder a las necesidades más exaltadas de los obreros, por más que eso implicara la barbarie irracional que trajo consigo.

De vuelta al presente, y salvando las distancias, la historia se repite. En Reino Unido los enemigos son el paro y —como causa— es Europa, percibida como un ente que absorbe el dinero (la campaña del brexit se basó en mentiras de ese estilo) y anula la soberanía nacional, entregando las riquezas propias a fuerzas extranjeras de dentro y fuera del país. En Francia el enemigo es, en general, la globalización —el caso de la fábrica de Amiens con Polonia es paradigmático—, además de la decadencia política encarnada en los partidos tradicionales.

Las amenazas cambian según la zona y el contexto, pero responden a casos similares. AfD, el partido ultra alemán, se mostró fuerte en el entorno industrial de Leizpig, con ciertas ramificaciones en otras áreas similares, como el Ruhr o, de forma muy localizada, Hamburgo.

En España esa clave industrial no se ha dado, pero sí la de las zonas cercanas a las grandes zonas de producción urbana. Es el caso de la catalana PXC, que consiguió predicamento en ubicaciones como Vic, Manresa, Manlleu, Cervera o El Vendrell, o España 2000, que consiguió concejales en las localidades madrileñas de Alcalá de Henares, San Fernando de Henares, Los Santos de la Humosa y Velilla de San Antonio, además de en Silla en Valencia, de donde es original. Salvo algunos casos concretos, muchos de esos puntos se ubican en los llamados ‘cinturones rojos’ de esas grandes ciudades, donde años antes triunfaban fuerzas de marcado signo izquierdista.

Ser obrero, por tanto, no es sinónimo de ser de izquierdas, ni mucho menos. Los obreros, en definitiva, son el eslabón más débil del sistema económico actual: son los primeros que responden con sus salarios y puestos de trabajo en cuanto las cosas van mal en la economía, y son los que más expuestos están a las variaciones —inmigración, impuestos, decisiones de una clase dirigente a la que perciben como ajena, acomodada y lejana—.

El voto hacia posiciones extremas, por tanto, no es inverosímil. El sentido del extremismo, además de otros muchos condicionantes importantes, dependerá de quién se perciba que es el culpable del problema del que se defienden. Sólo hay un momento en el que se vota hacia el centro o no se vota: cuando las cosas van bien. Y eso no suele pasar, o al menos no a ellos.

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