Tecnologías emergentes

El elefante en la sabana digital. 4 razones por las que el sector público debe reinventarse

A Snapchat sign hangs on the facade of the New York Stock Exchange (NYSE) in New York City, U.S., January 23, 2017.  REUTERS/Brendan McDermid - RTSX0N2

Image: REUTERS/Brendan McDermid

Francisco Longo
Profesor de ESADE. Miembro del Comité de Expertos en Administración Pública de Naciones Unidas, Naciones Unidas
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Tecnologías emergentes

Como un viejo elefante que contempla de lejos las luchas de los depredadores, el sector público vive a distancia los procesos de destrucción creativa que acompañan a la innovación en los mercados. Alejado de la competencia y protegido así de la amenaza schumpeteriana, los ritmos de cambio de sus organizaciones son mucho menos dependientes del entorno que los de las empresas. Esto no quiere decir que no cambien. Se van adaptando de forma gradual a la innovación tecnológica, pero lo hacen habitualmente sin alterar sus patrones básicos de funcionamiento ni sus estructuras de poder. Sólo en raras ocasiones los gobiernos emprenden reformas de amplio alcance, obligados por la crisis fiscal que es siempre la condición necesaria -aunque no suficiente, como muestra el caso de nuestro país- de esas transformaciones.

Y sin embargo, se hace difícil creer que el huracán de cambios disruptivos que en esta segunda década del siglo sacude y desestabiliza las economías y las sociedades de la era global/digital no acabe por afectar también a las organizaciones públicas y a quienes trabajan en ellas. Al menos, cuatro grandes tendencias de fondo parecen llamadas a alterar en profundidad la configuración y los modos de hacer del sector público.

Crece la complejidad y dificultad de los problemas sociales

El economista Ernst Schumacher llamó “divergentes” a aquellos problemas que, cuanto mayor es la dotación de inteligencia con que se analizan, más probable es que susciten soluciones contrapuestas. En un sentido análogo, Ronald Heifetz, de Harvard, denomina “adaptativos” a los problemas que carecen de soluciones técnicas protocolizadas por el conocimiento disponible. Pues bien, un número creciente de los problemas colectivos contemporáneos responden al tipo divergente y adaptativo. Asuntos como el calentamiento global, el crecimiento de las desigualdades, la congestión de las megalópolis o el fracaso escolar, por citar algunos ejemplos de alcance universal, reúnen alta complejidad y alta incertidumbre. Son escenarios poco propicios para la intervención de los actores económicos en condiciones de mercado. Podría decirse que los mercados se ocupan con éxito de un sinfín de problemas complicados, pero dejan cada vez más para el estado los problemas complejos. Esos que los anglosajones han dado en llamar wicked (terribles), y cuya insidiosa multicausalidad hace difícil relacionar los síntomas con las intervenciones, y estas con los impactos.

El poder se difumina

Como ha escrito Moisés Naím (“El fin del Poder“), el poder ya no es lo que era. Atribuido tradicionalmente a las burocracias jerarquizadas –privadas o públicas- de gran tamaño, hoy lo encontramos disperso en una multiplicidad de “micro-poderes” que contrarrestan y minimizan la capacidad de aquéllas. La globalización ha vuelto ilusoria la pretensión de preservar la hegemonía defendiendo los feudos territoriales, por mucho que los gobiernos invoquen nostálgicamente la soberanía sobre esto o lo otro. Para el autor venezolano, el acceso –o la ambición de acceder- de miles de millones de habitantes del planeta a una vida más plena, móvil e interconnectada, está cuestionando todas las fuentes tradicionales del poder y creando, al mismo tiempo, múltiples focos de poder alternativo. Vivimos en el mundo de lo que Donald Kettl ha llamado “hiperpluralismo”, o Francis Fukuyama “vetocracia”, en el que los gobiernos ejercen una influencia necesariamente compartida y sometida a contrapesos cada día mayores.

La innovación tecnológica se vuelve exponencial

Los cambios tecnológicos que los sistemas públicos han ido metabolizando en las últimas décadas no son comparables en trascendencia con los que, en el horizonte inmediato, apuntan ya en inteligencia artificial, neurociencias, robótica, biomedicina, big data, nanotecnologías y otras áreas del conocimiento humano. En “The Second Machine Age”, Brynjolfson y McAffee han bautizado como “exponencial” la impresionante aceleración producida por el avance cruzado en todos estos campos. La disrupción tecnológica alterará drásticamente los requerimientos que la sociedad dirige a las organizaciones públicas en lo que afecta a sus sistemas de producción (ya se trate de seguridad, salud, educación, ciencia, promoción económica, ordenación del territorio u otros ámbitos) a las competencias y perfiles profesionales necesarios, a las formas de organizar sus procesos y actividades y a los modos de relacionarse con los ciudadanos.

Las personas son cada vez más capaces y autónomas

La acción combinada de la globalización y la revolución digital ha creado imparables dinámicas de desintermediación que dotan a los individuos de capacidades nuevas para actuar por sí mismos en múltiples campos. En casi todos los sectores de actividad económica –del turismo al audiovisual, del transporte a la banca-, este fenómeno está produciendo macro-procesos adaptativos y cambiando los modelos de negocio de las empresas. Parece improbable que esta “revolución de la plataforma”, en expresión de Geoffrey Parker, no acabe por alcanzar a los gobiernos y sus organizaciones. Los servicios públicos son intensivos en mediaciones -piénsese en el trabajo de profesores, médicos, orientadores laborales, gestores de infraestructuras o transportes- que tendrán que reformularse en muchos casos de forma radical.

¿Será el elefante sensible a estos movimientos de fondo en el ecosistema? Micklethwait y Wooldridge, periodistas de The Economist, sugieren en un libro reciente (“The Fourth Revolution”) que algunos cambios han comenzado. Aventuraremos un pronóstico: el sector público del futuro tendrá que ser, probablemente, más inteligente, más diverso y descentralizado, y más colaborativo.

El primer reto es reducir el déficit cognitivo. La brecha actual entre lo que los gobiernos y sus organizaciones saben y los desafíos que afrontan es descomunal y no para de crecer. En tiempos complejos e inciertos, la creación de valor público se relaciona más con el conocer, aprender y liderar procesos sociales que con el producir. En esa dirección, la tecnología -la revolución de los grandes datos, especialmente- ofrece una oportunidad para diseñar políticas e intervenciones mucho mejor focalizadas y basadas en la evidencia. El salto tecnológico exige, eso sí, una fortísima inversión en conocimiento. En un sector público dedicado hasta ahora a hacer cosas, más que a conseguir que las cosas pasen, y poblado todavía por extensos contingentes de trabajo de cualificación media y media-baja, serán inevitables sustanciales reconversiones de capital humano. Internalizar inteligencia y externalizar trámite parece el modo lógico de orientarlas.

Esa inyección de inteligencia, aplicada en un conglomerado público que es ya extraordinariamente diverso, será incompatible con los diseños homogéneos, rígidos, verticales y centralizados de las burocracias. El conocimiento, en especial cuando se halla sometido a dinámicas permanentes de actualización y aprendizaje, es poco compatible con la unidad de mando y el uniforme. Los sistemas públicos del futuro tendrán que parecerse a constelaciones de núcleos de conocimiento más pequeños, diversos y autónomos, regidos por reglas mucho más flexibles. Serán, en expresión de Clayton Christensen, redes de “mutantes” adaptados a cada uno de los entornos especializados en que operen. Estarán fuertemente profesionalizados y abiertos a interacciones múltiples que en buena medida se desarrollarán en espacios digitales y tendrán un alcance global.

Y todo ello exige que el estado renuncie al mito de la autosuficiencia y asuma la pérdida del monopolio que en otro tiempo mantuvo en la creación de valor público. El sector público del futuro tendrá que profundizar la reinvención de sus modelos de relación y colaboración con una amplia diversidad de actores (individuos, academia, grupos de investigación, organizaciones sociales, empresas) situados extramuros de la fortaleza estatal. La colaboración público-privada, pese a los ejemplos de mala práctica y los ataques fuertemente ideologizados que ha sufrido en España en los últimos años, formará parte del paisaje. Como escribía hace poco en Financial Times Mariana Mazzucato, no son momentos para disyuntivas falsas o ideológicas entre estado y mercado. Por el contrario, la construcción de entornos avanzados de gobernanza colaborativa se dibuja como la condición para afrontar con éxito los grandes problemas colectivos de nuestro tiempo.

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