Desmontando el informe de desigualdad de Oxfam

A man pauses while he walks at the Petion Ville Club golf course IDP camp in Port-au-Prince January 7, 2011. Reconstruction has barely begun in Haiti a year after its catastrophic earthquake, a leading international charity said on Wednesday in a report sharply critical of a recovery commission led by former U.S. President Bill Clinton.REUTERS/Kena Betancur (HAITI - Tags: DISASTER SOCIETY POLITICS) - RTXWB9M

Image: REUTERS/Kena Betancur

José Moisés Martín
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Como cada año, OXFAM internacional –y Oxfam Intermón en España- ha presentado, coincidiendo con la celebración de la Asamblea Anual de Davos, su informe sobre la desigualdad. Y como cada año, no han faltado sus habituales críticos a la cita. Es una buena noticia que un informe elaborado por una ONG alcance esta repercusión. En una búsqueda rápida en google news de “oxfam inequality report”, el buscador devuelve 136.000 resultados. No hay ningún otro informe realizado por ninguna otra organización no gubernamental que tenga esta repercusión. Por poner un ejemplo, el informe anual de Amnistía Internacional devuelve 27.000 resultados. Se trata de un acontecimiento que tiene impacto global. Y desde ese punto de vista logra ampliamente su objetivo: situar –aunque sea una vez al año- la desigualdad en el centro del debate público. Y como acontecimiento de impacto global, su exposición a las críticas –legítimas o malintencionadas- es extraordinariamente alta.

Es difícil hacer un acopio de las mismas, pues buena parte se centran en atacar la conveniencia misma de realizar un informe de estas características. Así, hay quien ha publicado que Oxfam no entiende la riqueza porque no comprende que los ricos generan empleo en la industria del lujo –el ejemplo concreto es un Chevrolet Corvette, un automóvil deportivo de alta gama. Más allá del ejemplo, esta serie de críticas corresponden a intentar explicar que los ricos consumen mucho y que ese consumo genera empleo, obviando que la propensión marginal del consumo es menor que uno y que por lo tanto el consumo de un rico es proporcionalmente menor que el de una persona pobre –y, por eso, precisamente, su tasa de ahorro es mayor-. Esta serie de “criticas” es tan endeble que no merece la pena dedicar más tiempo a ellas.

La segunda serie de críticas corresponde a la inconveniencia de focalizar en los supermillonarios, cuando en realidad el debate debería establecerse no entre el 1% y el 99% sino entre el 10% y el 90% o incluso el 20% y el 80%. Se aduce en este caso que focalizar en unas pocas personas es contraproducente por cuanto alimenta el “populismo” de la mayoría contra la élite. Es una crítica legítima. En España, por ejemplo, el principal problema de desigualdad se centra en el 30% de la población más pobre, que recibe una escasa atención de un estado social poco redistribuidor. Es un problema que no se resolvería “despojando” de su riqueza a los superricos, sino que necesita del concurso solidario del restante 70% de la sociedad. Sin embargo, la idea de comparar el porcentaje de riqueza que acumula el 1% frente al resto de la sociedad no es nueva ni exclusiva de Oxfam. De hecho el ratio s80/s20 utilizado por la Unión Europea pone en relación la renta del quintil más rico con la del quintil más pobre. Es, más que una medida de desigualdad, una medida de polarización. También calculada por la OCDE, que ofrece datos desagregados de distribución de riqueza –como Oxfam- para el decil más rico, el 5% más rico y el 1% más rico, poniéndolos en comparación con el porcentaje de riqueza acumulado por el 60% más pobre. Es decir, que la OCDE realiza un ejercicio prácticamente idéntico al de Oxfam no para medir, sino para evidenciar o mostrar el grado de desigualdad en la distribución de la riqueza. El autor no ha sido capaz de identificar un solo comentario negativo respecto al trabajo de la OCDE. Decir que Oxfam culpabiliza a las ocho personas más ricas del mundo de la pobreza de 3600 millones –o, en el caso de España, a 3 personas de la pobreza del 30% de la población adulta- es un clarísimo caso de la falacia del hombre de paja, en el que se rebate un argumento que el adversario ni ha utilizado ni ha dado muestras de querer utilizar.

La tercera serie de críticas, que este año ha tenido particular fortuna, está relacionada con la conveniencia de utilizar la riqueza neta como indicador. Existen numerosas fórmulas de calcular el patrimonio de una persona o una familia. Pero el estándar, que utiliza Oxfam, la OCDE y el famoso informe de Credit Suisse (en el que se basa la ONG) es la suma de todos los activos, financieros y no financieros, de una persona, menos sus deudas, en un momento dado. Utilizando esta fórmula se dan paradojas aparentes como que una niña con un euro en el bolsillo y sin ninguna deuda es más rica que el 40% de la humanidad, cuyo patrimonio neto –activos menos pasivos- es negativo. El símil es muy potente. Pero sacar las deudas de la ecuación no es mejor solución. La utilización del patrimonio neto como medida de riqueza tiene una validez limitada y no explica todo lo relacionado con la desigualdad, pero esa validez es legítima y de pleno uso. Como hemos señalado, es el método de cálculo usado por la OCDE y por Credit Suisse –quien, por cierto, y usando esa fórmula, sitúa a seis millones de alemanes y a cuatro millones de españoles entre los 960 millones de personas adultas con menos patrimonio a nivel mundial. Lo significativo de utilizar la distribución de la riqueza no es tanto el dato estático –la foto fija- sino su evolución a lo largo del tiempo. Y la evolución muestra un aumento de la desigualdad de la distribución de la riqueza mundial. En cualquier caso, de nuevo, es difícil achacar a la ONG de falta de criterio cuando está utilizando el estándar internacionalmente aceptado. El autor no ha encontrado críticas sobre la consistencia de la metodología ni de la OCDE ni de Credit Suisse.

Más concretamente, no han faltado analistas que han achacado a Oxfam no tener en cuenta el ciclo vital: los jóvenes no tienen tiempo de hacerse con un patrimonio, porque no han tenido capacidad de ahorrar o de acumular activos hasta bien entrada la madurez. Es normal que una familia joven ahorre menos al inicio de su vida profesional y ahorre más al final de su vida. Medir ese efecto en términos vitales es extremadamente complicado y aunque no se descarta su efecto, es una variación que no se contempla ni por Credit Suisse ni por la OCDE, y tampoco por Oxfam. Sacar a los menores de 40 de la ecuación significaría, por ejemplo, haber dejado fuera de la misma a gente como Mark Zuckerberg, Cristiano Ronaldo, Sean Parker, Yank Huiyang, y el resto de millonarios menores de 40 años. En la lista Forbes de los más ricos del planeta, aparecían 66 menores de 40 años en 2016. Sacar a estas personas –y a otras muchas, con fortunas heredadas pero también con patrimonios construidos por ellos mismos- del cálculo de la desigualdad de riqueza distorsionaría en gran medida los datos de la distribución. Además, una ausencia de patrimonio aumenta la vulnerabilidad frente a dificultades sobrevenidas. Perder el trabajo o tener un accidente es más difícil de afrontar si no tienes ahorros o patrimonio. Que esto te ocurra con 28 años puede ser una explicación pero en nada reduce la vulnerabilidad que se genera. De hecho, la tasa de personas en riesgo de pobreza o exclusión social (AROPE) alcanza, en la Unión Europea, su máximo en las edades entre 16 y 24 años. Así que lo prudente parece mantenerlos reconociendo sus limitaciones. De ahí a decir que la métrica miente va un mundo y no es aceptable.

En conclusión respecto a la tercera serie, usar la distribución de la riqueza tiene sus limitaciones como indicador, y no explicaría en su totalidad el fenómeno de la desigualdad económica y social. Pero al mismo tiempo, ofrece información muy relevante. Al contrario que otras dimensiones, la riqueza se puede heredar, y forma parte del mecanismo de transmisión intergeneracional de las desigualdades. Las herencias explican el 50% de los supermillonarios existentes en Europa y el 30% de Estados Unidos. Estudiarlo no es erróneo, misleading o malintencionado. El economista Branko Milanovic explica aquí muy bien por qué es importante hacerlo (y, de paso, por qué Oxfam lo hace bien).

La cuarta serie de críticas están relacionadas ya con un tema clásico, y es la inconveniencia de hablar de desigualdad cuando lo relevante es la pobreza. De nuevo, hay en la crítica una parte de razón: la reducción de la pobreza global es absolutamente innegable. Vivimos en un mundo en el que, hoy en día, hay menos pobres –en términos de porcentaje de población, y también en términos de número de personas- que en ningún otro momento de la historia reciente de la humanidad. Si el número de pobres a nivel global se está reduciendo, ¿por qué preocuparse?. Esta afirmación es cierta, pero tiene sus matices. El nivel de pobreza que se está reduciendo es la pobreza absoluta (y, con todo, cerca de 900 millones de personas siguen viviendo en esa pobreza absoluta, que serían muchos menos con una mejor distribución de la renta), es decir aquella población mundial que vive por debajo de la línea internacional de pobreza, situada en 1,90 dólares norteamericanos diarios, desde su última revisión por parte del Banco Mundial en octubre de 2015. Es decir, en menos de 60 euros al mes. Lógicamente esta línea de pobreza absoluta es irrelevante para el caso de las economías desarrolladas. Utilizando esa línea de pobreza en España un limpiador de parabrisas que sobrevive en un semáforo estaría fuera de la pobreza. Cuando hablamos de pobreza monetaria en Europa o en los países de la OCDE, se suele utilizar un indicador que pone en relación la pobreza con un límite mínimo equivalente al 50% de la renta per cápita mediana de un país. Es decir: es un indicador directamente relacionado con el nivel de vida y la distribución de la renta. De nuevo nos encontraremos con paradojas, como que un pobre en Luxemburgo podría ser considerado clase media alta en Portugal. Y es que la pobreza es siempre relativa: uno es pobre en la medida en que se aleja de lo que una sociedad considera mínimamente aceptable para vivir decentemente en ella y participar activamente como ciudadano. Y lo que se considera mínimamente aceptable depende, de nuevo, del nivel de calidad de vida y de la distribución de la renta que lo permite. Precisamente por su carácter de “relativa”, la persistencia de una alta desigualdad y un alto nivel de pobreza relativa suelen correlacionar de manera muy notoria, de manera que sociedades con menores índices de desigualdad suelen tener menor porcentaje de pobreza relativa y viceversa. Correlación no implica causalidad. Correlación implica correlación. Matemáticamente es posible actuar sobre la desigualdad sin impactar en la pobreza relativa y viceversa, pero lo más probable es que una redistribución de la renta ayude a mejorar los índices de pobreza relativa y que una actuación contra la pobreza mejore la distribución de la renta. Son, en efecto, dos caras de la misma moneda. ¿Tiene contradicciones? De nuevo, sin duda. La medida de carencia material severa –el porcentaje de población que tiene efectivamente dificultades para acceder a una determinada cesta de bienes o servicios- se utiliza para complementar la información que ofrece este indicador.

En definitiva, buena parte de las críticas metodológicas que se dirigen al informe de Oxfam son en realidad críticas que en se podrían verter sobre la capacidad de las disciplinas sociales, con las herramientas actuales, para entender y explicar cabalmente la complejidad que representa la desigualdad social. Críticas que son bien conocidas en las ciencias sociales y en la economía, y que bien se podrían extender a prácticamente cualquier indicador de calidad de vida (como el PIB per cápita, por ejemplo). ¿Por qué esa virulencia contra el informe de Oxfam? Sencillamente, porque Oxfam convierte esos datos –incompletos y contradictorios, insistimos, como los de cualquier investigación social- en una herramienta de movilización de la opinión pública, con notable éxito por cierto, como hemos podido constatar a través de google news. Con el objetivo de alcanzar al mayor número posible de audiencia y de incorporar la desigualdad en el debate global, Oxfam renuncia a algunas salvaguardas habituales en las disciplinas sociales y expone con rotundidad los hechos –eso sí, ciertos y contrastables- que los científicos sociales suelen describir de una manera menos categórica y más ambigua (“parece que…”, “las evidencias parecen indicar que…”, “los datos permitirían inferir que…”). Esa es la virtud, el pecado y la penitencia de los informes de Oxfam.

En realidad, muchas de las críticas que se vierten tienen exactamente la misma intencionalidad política, sin matiz alguno: “Oxfam alimenta el populismo de izquierdas”, “Oxfam no comprende la riqueza”, “el neomarxismo de Oxfam” etc… Dado que la estrategia política de la organización –y de sus críticos, que también la tienen, lógicamente- excede los contenidos sobre los que este autor se siente con autoridad para decir nada relevante más allá de su propia opinión, quede al criterio del lector la conveniencia o no de que Oxfam mantenga esa estrategia. Le consta, en cualquier caso, al autor, que la organización está desarrollando un serio esfuerzo de mejora de la consistencia teórica y metodológica de sus informes, que se nota año a año. Pero en cualquier caso, cabe recordar que Oxfam es una organización ciudadana que actúa como lobby con el objetivo de lograr un cambio de políticas en una determinada dirección. Sus informes hay que entenderlos como herramientas de movilización y sensibilización, y no como una aportación académica. Muchas de las respuestas que generan sus documentos son exactamente lo mismo: críticas políticamente orientadas para intentar contrarrestar su impacto en la opinión pública. Críticas que, como acabamos de señalar, en muchos casos no tienen más fundamento que la incomodidad que genera en un determinado sector que se hable abiertamente de la creciente desigualdad como problema económico, social y político.

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