Agile Governance

El resultado de la elección estadounidense deja cuatro grandes enseñanzas

U.S. President-elect Donald Trump speaks with Lieutenant General Robert L. Caslen (R), Superintendent of the United States Military Academy at West Point, as he watches the Army vs Navy college football game at M&T Bank Stadium in Baltimore, Maryland, December 10, 2016. At left is former Republican Party Chairman Jim Nicholson. REUTERS/Mike Segar - RTX2UG8A

Image: REUTERS/Mike Segar

Michael J. Boskin
Professor, Stanford University
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La inesperada elección de Donald Trump como 45.º presidente de los Estados Unidos engendró una industria informal de análisis poselectorales y predicciones, en Estados Unidos y el resto del mundo. Algunos relacionan la victoria de Trump con una tendencia más amplia hacia el populismo en Occidente, y en particular, en Europa (de la que sirve de ejemplo el referendo de junio en el que el Reino Unido decidió abandonar la Unión Europea). Otros hacen hincapié en el atractivo que confiere a Trump ser un outsider, capaz de alterar el sistema político en formas que le estarían vedadas a su adversaria, la ex secretaria de Estado Hillary Clinton (una representante cabal del sistema). Estas explicaciones pueden tener su punto de razón, en particular la segunda. Pero hay otros factores en juego.

En los meses previos a la elección, los medios tradicionales, los expertos y los encuestadores no dejaron de repetir que el camino de Trump a la victoria era sumamente estrecho. No se dieron cuenta del nivel de inquietud económica que sentían las familias de clase trabajadora de los estados clave por las dislocaciones derivadas de la tecnología y la globalización.

Pero como señalé dos meses antes de la elección, esas frustraciones estaban muy difundidas, lo mismo que la sensación de ser ignorados y marginados, y Trump fue quien finalmente dio visibilidad a esas personas. Por eso, y a pesar de la considerable ventaja que llevaba Clinton en las encuestas (cinco puntos justo antes de la elección), reconocí la posibilidad de que Trump diera un batacazo.

Y lo dio. Trump ganó por estrecho margen estados que los republicanos no habían ganado en décadas (Wisconsin, Michigan y Pensilvania), y ganó con diferencia en un estado por lo general muy disputado, Ohio.

De hecho, los republicanos se alzaron con una amplia victoria. El partido retuvo el control del Senado (a pesar de que los escaños republicanos en juego superaban por más del doble a los demócratas), y perdió apenas un puñado de escaños en la Cámara de Representantes, muchos menos de los 20 que auguraban las predicciones. Además, los republicanos ahora controlan 33 gobernaciones, contra 16 para los demócratas, y ampliaron sus ya importantes mayorías en las legislaturas de los estados. Hemos pasado de hablar del derrumbe inminente del Partido Republicano a discutir el repudio, el desconcierto y el sombrío futuro de los demócratas.

Después de la elección, Trump se apresuró a reafirmar su poder. Los republicanos, incluso los que se le opusieron durante la campaña, han cerrado filas detrás de él. En tanto, los demócratas en el gobierno (entre los que destaca el presidente Barack Obama) repiten en su mayoría el generoso pedido que hizo Clinton a sus simpatizantes en el discurso de aceptación de la derrota: dar a Trump la oportunidad de conducir.

El inesperado resultado de la elección estadounidense deja cuatro grandes enseñanzas, aplicables a todas las democracias avanzadas.

En primer lugar, el crecimiento vence a la redistribución. El plan económico de Clinton, del que se habló muy poco, era ampliar la agenda de inclinación izquierdista de Obama, para hacerla más parecida al socialismo de su oponente en la primaria demócrata, el senador por Vermont Bernie Sanders. En opinión de Clinton, el mejor modo de combatir la desigualdad era subir impuestos a los ricos y proveer más servicios “gratuitos” (pagados por los contribuyentes).

Trump, en cambio, supo apelar a un discurso basado en el empleo y los ingresos. Los medios hablaron casi exclusivamente de sus declaraciones más exageradas y polémicas, pero lo que le valió el apoyo de los votantes fue sobre todo su mensaje económico. La gente quiere tener esperanza en un futuro mejor, y eso se logra aumentando el ingreso, no repartiendo desde el gobierno una tajada extra del pastel.

La segunda enseñanza tiene que ver con el riesgo que hay en desestimar (y ni hablar de subestimar) a los votantes. Clinton nunca logró generar mucha simpatía. Las revelaciones durante la campaña (por ejemplo, un discurso de 2015 en el que dijo que para garantizar los derechos – reproductivos y otros – de las mujeres era necesario “modificar códigos culturales, creencias religiosas y sesgos estructurales profundamente arraigados”) reforzaron el temor a que impulsara una agenda social demasiado progresista.

Consciente de estas falencias, Clinton trató de ganar la elección volviendo a Trump inaceptable. Pero cuando dijo que la mitad de los simpatizantes de Trump eran un “montón de deplorables” (racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos) reforzó la impresión de que ella y su partido subestimaban a esos votantes como moralmente despreciables e incluso estúpidos. Es posible que esas declaraciones hayan empujado a algunos votantes indecisos a tomar partido contra Clinton.

La tercera enseñanza es que la capacidad de las sociedades para absorber cambios veloces es limitada. Cuando el avance tecnológico y la globalización (por no hablar del cambio social y cultural) superan la capacidad de adaptación de las personas, se convierten en algo desconcertante, disruptivo e inabarcable. Y muchos votantes (no sólo en Estados Unidos) también están preocupados por el terrorismo y la inmigración, especialmente en combinación con ese cambio veloz.

Si a eso se le suma la inquietud por la creciente epidemia de abuso de opioides en Estados Unidos, y una forma pesada e intolerante de corrección política, se verá por qué para muchos el cambio no parecía avance. Si los sistemas políticos democráticos no encuentran formas de facilitar las transiciones, brindar protección contra transformaciones bruscas e incorporar, sin condenarlos, valores y actitudes heterodoxas, los votantes harán oír su rechazo.

La última enseñanza tiene que ver con el peligro de encerrarse en una cámara de eco ideológica. La afirmación que repiten muchos votantes de Clinton sorprendidos, de que no conocen a nadie que haya votado por Trump, revela hasta qué punto muchas personas (republicanas y demócratas por igual) viven en burbujas sociales, económicas, informativas, culturales y comunicacionales.

La menguante confianza en los medios de prensa nacionales, combinada con la difusión de Internet, ha creado un mundo donde la gente lee noticias que, a menudo, se elaboran con el objetivo de “viralizarse”, no de informar a la opinión pública, hasta un punto en que apenas pueden llamarse “noticias”. Además, la gente suele ver información filtrada, así que sólo está expuesta a ideas que reflejan o refuerzan las propias. (El corolario en este mundo conectado es que – como Trump y Clinton descubrieron – la diferencia entre YouTube y WikiLeaks, entre la gran cadena de noticias y el programa de radio militante, entre la fama y la infamia, está a un clic de distancia en las manos de algún hacker.)

Todo esto reduce la capacidad de la gente para dialogar (por no hablar de debatir) informada y racionalmente con personas de diferentes perspectivas, valores o intereses económicos. Incluso las universidades, que supuestamente deberían fomentar la difusión del conocimiento y el debate animado, se han vuelto sus censoras, como cada vez que cobardemente cancelan la conferencia de un orador porque algún grupo lo considera cuestionable. No entablar esos debates (que se prefiera el “espacio protegido” a la discusión fuerte) nos priva de la mejor oportunidad que tenemos para crear consenso respecto de cómo resolver al menos algunos de los problemas apremiantes a los que se enfrenta la sociedad.

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